Redacción (Miércoles, 28-01-2015, Gaudium Press) En la primera parte, fue analizada la figura de Lucifer y sus secuaces que por un acto de insumisión fueron expulsados del Cielo; ahora consideraremos al hombre.
«Seréis como dioses…»
Dios creó a Adán en estado de justicia original y lo introdujo en el Paraíso. Mientras permaneció inocente, el hombre vivió feliz en aquel lugar de delicias, en compañía de Eva, habiendo, entretanto, de obedecer la orden que el Señor les había dado: «mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás» (Gn 2, 17).
Si nuestros primeros padres hubiesen sido fieles a este precepto, Dios los confirmaría en la gracia y todos sus descendientes nacerían también en estado de justicia. Después de concluir el curso de su existencia en el Paraíso, entrarían en la felicidad perfecta, en la bienaventuranza eterna. Además, tenían ellos otras prerrogativas:
No había para el hombre la posibilidad de muerte, ni de enfermedad. Debido a la sujeción de las fuerzas inferiores a la razón, reinaba en él una completa tranquilidad de espíritu, porque la razón humana no era perturbada por ninguna pasión desordenada. Por el hecho de su voluntad estar sumisa a Dios, él dirigía todo para Dios, como su fin último, y en eso consistían su justicia y su inocencia. 1
Con todo, Eva se dejó engañar por las palabras de la serpiente: «No moriréis; sino que sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal» (Gn 3, 4-5). Como la soberbia ya ofuscaba el espíritu de Eva, ella tomó el fruto, lo comió y lo ofreció a su marido, que también lo comió. «La seducción de la mujer, aunque precediese el pecado de acción, fue, entretanto, subsecuente a un pecado de orgullo interior», 2 enseña Santo Tomás de Aquino. Y el mismo sentido, afirma San Agustín: «No se debe imaginar que el tentador habría conseguido vencer al hombre si en el espíritu de él no hubiese surgido antes un sentimiento de orgullo, el cual él debería reprimir». 3
Todavía respecto al pecado original, el Aquinate explica:
El primer desorden del apetito humano consistió en desear, de forma desordenada, algún bien espiritual. Pero no lo habría deseado desordenadamente si lo hubiese hecho en la medida establecida por la ley divina. Luego, el primer pecado fue el deseo de un bien espiritual, fuera de la medida conveniente. Y eso es propio de la soberbia. Por consiguiente, el primer pecado del primer hombre fue de manifiesto la soberbia. 4
«La soberbia precede a la ruina; y el orgullo, a la caída» (Pr 16, 18), resalta el libro de los Proverbios. Y fue lo que sucedió al hombre: perdió todos los dones de la gracia que de Dios había recibido, y fue expulsado del Paraíso para este valle de lágrimas.
Podemos, así, constatar una estrecha semejanza entre el pecado de los ángeles y el de los hombres:
Bien se puede afirmar que el pecado de nuestros primeros padres fue diabólico, pues, en su esencia, fue idéntico al de los ángeles malos. Y eso puede ser dicho también del vicio de orgullo por el cual somos llevados a amarnos más a nosotros mismos que a Dios. 5
Como castigo, toda la humanidad nace con la mancha original y sufre sus males, teniendo que comer el pan con el sudor de su rostro (cf. Gn 3, 19).
Fue de ese modo que el hombre inició su lucha sobre la tierra, teniendo que enfrentar no solo las adversidades de la vida, sino, sobre todo, los vicios del alma. En esta batalla, los verdaderos héroes son aquellos que vencen su propio orgullo. A lo largo de la Historia, muchos salen victoriosos, pues saben confiar en Dios más que en sí mismos. Muchos otros, entretanto, son derrotados y, en consecuencia, sufren terribles desastres.
Por la Hna. Ariane da Silva Santos, EP
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1 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Compendium theologiae. L.I, C. 186.
2 Id. Suma Teológica. I, q. 94, a. 4, ad 1.
3 SAN AGUSTÍN. De Genesi ad litteram. L. XI, c. 5; ML 34, 432.
4 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica, II-II, q. 163, a. 1.
5 SOLERA LACAYO, Rodrigo Alonso. Foram Adão e Eva enganados pela serpente? In: Arautos do Evangelho. São Paulo. n. 131, Nov. 2012, p. 22.
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