Redacción (Miércoles, 04-02-2015, Gaudium Press) «Mirad los lirios del campo, como crecen; ellos no tejen ni hilan. Con todo, os digo: ni Salomón en toda su gloria jamás se vistió como uno de ellos» (Lc 12, 27). Realmente, Dios colocó en la obra de la creación maravillas imposibles de ser copiadas. Sea delante de la grandeza del mar, de la furia de un huracán o de la delicadeza de un colibrí; sea de cara al misterio de las selvas, al encanto de los bosques o a la majestad de los montes, nos sentimos al mismo tiempo pequeños y elevados. Pequeños, pues en relación a todo eso tenemos un dominio tan limitado que lleva a muchos hombres a tomar la naturaleza por dios. Elevados, porque sabemos, por la fe, que todo eso nos fue sometido por el Señor, con el fin de darnos la gloria de un buen uso. Sin embargo, aunque nos sintamos rebajados delante de la fuerza de un león o admirados con el vuelo de un águila, podemos estar seguros de que a los ojos de Dios tenemos un valor incomparablemente mayor, máxime cuando cumplimos nuestra vocación específica.
El afecto y la protección de una madre virtuosa valen mucho más que el celo instintivo que la leona tiene por sus cachorros, pues son regados con el bálsamo de la caridad; las oraciones de un religioso tienen mucho más vuelo y penetración que las águilas las cuales pueden mirar el astro-rey, incapaces, entretanto, de vislumbrar el Sol de Justicia; las palabras de un santo predicador son más fuertes y eficaces que cualquier trueno, pues gozan de la fuerza y la eficacia del propio Dios.
Entretanto, esas criaturas todas representan vestigios de Dios, los cuales no pueden dejar de ser contemplados, aún cuando estén incompletos… «¡¿Mas incompletos?!»
¡Si! Hay ciertos paisajes naturales que parecen no haber sido completados por el Divino Escultor. Es lo que pasa con el Fujiyama.
Situado en el centro de la isla de Honshu, en el corazón del archipiélago japonés, el Fujisan -como también es conocido- es admirado no solo por el pueblo nipón, sino por el mundo entero.
Con sus más de 3.000 m de altitud, une en sí la austeridad con la sencillez. Siendo un volcán adormecido desde el comienzo del s. XVIII (1707), el monte Fuji tiene su parte superior cubierta de una nieve que proporciona un verdadero espectáculo digno de contemplarse. Sin embargo, al verlo durante cierto tiempo nos viene la pregunta: ¿dónde está el «cono de Fujiyama»?
Nos enseña la teología que solo tres criaturas Dios creó en su perfección plena: Nuestro Señor Jesucristo como hombre, Nuestra Señora, y la Visión Beatífica. Siendo así, en todas las cosas que analizamos en esta tierra de exilio, veremos que falta algo. Aunque sea la más bella y preciosa piedra o la más perfecta y delicada flor, en algún punto, le falta lo que podríamos llamar del «cono de Fujiyama» de cada cosa.
Con todo, esas imperfecciones de las criaturas nos traen una enseñanza: ver en todo, no el lado defectuoso o carente, sino la perfección que aquella criatura de Dios podría tener, o sea, ver el «cono de Fujiyama» de ella.
¡Cómo el mundo sería diferente si los hombres viviesen así! Un mundo en el cual todos miran unos para los otros la perfección que Dios puso en cada alma de manera particular.
En fin, el Fujiyama nos inspira a pedir, por medio de Nuestra Señora, el triunfo del verdadero y perfecto «cono de Fujiyama» de todo: la Santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana, cuya indestructibilidad fue firmada por el propio Dios cuando dijo: «¡y las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella!» (Mt 16, 18).
Por Rodrigo Fugiyama Nunes
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