Redacción (Martes, 10-02-2014, Gaudium Press) Casi todo en la iglesia de Santo Domingo, en Cartagena de Indias, impresiona.
Su fuerte ‘estructura ósea’ que buscaba la solidez ante los bombardeos bucaneros; la sutileza de los tonos pastel de su interior que contrastan con la robustez y austeridad pétrea de las naves, de los contrafuertes interiores y los estribos exteriores; su coro y cúpulas achatadas, la hierática y yaciente Virgen del Tránsito al final de la nave de la Epístola.
Pero sé que muchos concordarán en que el punto monárquico de esa histórica iglesia -habida la debida reverencia al Santísimo Sacramento del Altar- es el sublime Cristo de la Expiración.
Es un Cristo de madera, que da la impresión de ser de poco más que de tamaño natural. De una madera oscura sin policromía, como oscuras fueron las horas en que se crucificó a Dios; pero a la vez brillante, como infinitamente refulgente fuera el triunfo absoluto del Redentor.
La expresión de dolor del Señor es en algo matizada por la ternura y confianza con las que Él dirige su rostro al Padre. Una confianza inocente y total que está particularmente expresada por la fuerte inclinación de su cuello, tal vez más inclinado que el de otros Cristos expirantes conocidos.
Sin conocer en profundidad la historia de la bella imagen, pero atraídos por su sublimidad, a sus pies y tras la misa, un espléndido día de hace poco nos pusimos a rezar y a entregarle nuestras cuitas, justo en el momento en que detrás un guía explicaba a dos turistas su origen:
– Y era un escultor, parece que con apariencia de viejito, que se encerró en el cuarto. Bueno, en esa época le decían la celda, y se encerró. Pero como pasaban los días y el viejito no salía y no salía, pues los frailes se decidieron a derrumbar la puerta, y oh sorpresa, se encontraron con el Cristo, y sin el escultor.
Efectivamente, narra la tradición que estando aún en el periodo colonial un día los novicios dominicos encontraron en la playa un buen tronco de madera que llevaron al monasterio, pues daba para tallar con él una imagen. Ocurría que por ese tiempo habitaba el claustro un tallador de orígenes no muy claros, a quien le expusieron la idea. Pero para el escultor el tronco era demasiado chico, por lo que sugirió devolverlo al generoso mar.
Entretanto, con la tozudez propia de la edad primaveril, los religiosos volvieron días después a la búsqueda al ancho océano, para encontrar lo que creyeron ser el mismo tronco, y sin embargo más grande y esta vez sí apto para iniciar la obra. Presentado como trofeo el madero, es así que el tallador dio inicio a la tarea pero puso una sencilla condición: no sería interrumpido sino hasta la conclusión, y la comida se le pasaría a través de una sencilla ventana de la habitación. No se diga más.
La presencia del artesano, aunque encerrado, era manifiesta por los golpes de su talla, lo que debía alimentar las crecientes expectativas de toda la comunidad. Pero ocurrió que dos semanas después los instrumentos se aplacaron, el silencio reinó en la celda.
Tras un breve tiempo de espera, los religiosos no aguantaron e irrumpieron en la habitación, donde ni rastros del escultor, pero sí el bello y compungente Cristo de la Expiración. Los cartageneros, gracias a Dios, le ofrecen hasta hoy una generosa y fuerte devoción, particularmente después de que a mediados del S. XVIII rogativas al Cristo los salvara de la amenaza de la viruela.
Nuestro Señor de la Buena Muerte, a Vos nos entregamos; y sálvanos, pues si no pereceremos.
Por Saúl Castiblanco
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