Redacción (Lunes, 16-02-2015, Gaudium Press) Tal vez para la debilidad propia a las nuevas generaciones, debilidad ciertamente compartida por el autor de estas sencillas líneas, Dios va mostrando aquí y allá un camino maravilloso, que Plinio Corrêa de Oliveira llamaba el de la «Búsqueda del Absoluto».
Como ciertamente un ejemplo vale más que mil explicaciones abstractas, intentemos esbozar como sería un caminar en ese sentido.
Imaginemos que tuviésemos la alegría de visitar, por ejemplo, el palacio del Escorial, la famosa construcción de Felipe II.
Ciertamente cualquier alma con algo de rectitud estética quedará impresionada ante la imponencia austera de este edificio, que tiene mucho de monasterio. El palacio refleja bastante la grandeza, la hidalguía, la nobleza, y también el tesón y la fuerza ascética y mística que constituyen la esencia del alma española.
Entretanto, la búsqueda del Absoluto no se queda simplemente en el deleite estético, sino que de la contemplación de las grandes y pequeñas maravillas aún a nuestro alcance, el contemplativo abre su alma para una voz sutil pero muy verdadera, aquella que le dice que la maravilla terrena no es sino pálido reflejo de otra maravilla celestial, muy real pues tiene su sede en la Esencia Divina. Una voz dulce y poderosa, que lo invita a pensar, a imaginar, bajo el auxilio de la gracia, en cómo será por ejemplo el Escorial del cielo, o el Escorial perfecto de la mente de Dios.
Las maravillas existentes algún día fueron inexistentes. Pero ellas surgieron de mentes que buscaban el Absoluto, que se llama Absoluto porque él termina siendo el propio Dios.
Entonces, ante la contemplación del Escorial, el hombre a la procura del Absoluto podrá pensar no solo en un Escorial arquetípico, sino también en los hombres que habitarían ese Palacio de fábula. Si ya el gran Felipe II era un ser con mucho de mítico, como serían los hombres que habitarían ese Escorial fabuloso…
Probablemente serían hombres santos, pero también hidalgos. Serios y elegantes, con esa elegancia austera y sacral que caracterizó a mucho noble español. Serían hombres a años luz de la frivolidad o la superficialidad, o del mundanismo estúpido y bajo de nuestros días. Hombres de mucha profundidad, no porque fueran luminarias de la filosofía o la teología, sino porque tendrían profundidades de alma al estilo San Ignacio, San Juan de la Cruz. Hombres también místicos, pero no de una mística ‘lunática’ sino de una mística con los pies en la tierra, al estilo de Teresa la Grande. Mística que fortalece para la lucha, para cualquiera de las luchas necesarias, particularmente para la más terrible de todas, que es la lucha contra sí mismo, contra las malas inclinaciones.
Este ejercicio de imaginación a la búsqueda del Absoluto no es mera divagación de espíritu, sino que cuando auxiliada por la gracia termina siendo una peregrinación dentro de los posibles de Dios, dentro de la esencia de Dios. Y pocas cosas más fortalecedoras que «tocar» de alguna manera en Dios.
Por Saúl Castiblanco
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