Fotos: chenonceaux.com |
Redacción (Viernes, 27-02-2015, Gaudium Press) Al hombre de nuestra época le fue preciso unas décadas para darse cuenta que no es suficiente satisfacer las necesidades materiales para alcanzar la felicidad. La vida -particularmente en el mundo occidental- fue organizada para que las personas vieran sus apetitos sensibles más o menos satisfechos. Y, es claro, eso no es intrínsecamente malo, pues si es cierto que «no sólo de pan vive el hombre», también de pan, según indicó el Señor.
Entretanto, un mensaje que venía vehiculado de forma más o menos sutil en toda la propaganda del ‘American Way of Life’ es que estableciendo adecuadamente la sociedad para la producción de abundantes bienes materiales, el hombre alcanzaría la felicidad total. Pues resulta que no. Y lo que ahora observamos con horror son legiones de jóvenes que buscan en los siniestros deleites de la droga ese algo que no hallaron en el estilo «Miami» o «Nueva York»; u otros -poco abundantes gracias a Dios, por lo menos por ahora- que hacen de tanto en tanto «campamentos de verano» con asesinos en Siria o en Irak.
Ocurre que el hombre no es sólo cuerpo, ni sólo sentidos, sino que es también voluntad deseando el bien infinito e inteligencia buscando la verdad absoluta. Y ni la voluntad se satisface con la posesión de una casa o cuatro autos, ni la inteligencia con todos los estudios que el mundo puede ofrecer. La voluntad tiene sed del agua viva que sí sacia ofrecida por Jesús a la Samaritana, y la inteligencia del hombre tiene ansia del misterio, incluso aquel no enteramente claro para la razón pero sí reluciente a la luz de la fe.
Evidentemente esa Agua Viva, y ese Misterio Reluciente tienen nombre propio, personal, y se llaman Dios. La felicidad sólo se halla en contacto con Dios, y de manera plena en el Cielo, con Dios por toda la eternidad.
Sin embargo, Dios ya en esta vida nos da su gracia -que es una participación creada de su ser divino-, nos regala sus sacramentos, nos permite compartir su liturgia, y además nos da la posibilidad de volar al interior de su esencia divina, en la imaginación de los posibles de Dios. Veamos.
Normalmente (bueno, hoy por hoy las cosas no son muy ‘normales’) todo hombre se encanta ante un bello paisaje. Quien desciende de una colina hacia un valle que se abre en amplia llanura, surcada por infantil riachuelo, poco antes del ocultamiento del sol, podrá sentir vibrar en su alma cuerdas que afinan con la grandeza divina, con la magnanimidad del Creador, Aquel que no repite ocaso, Ese quien siempre ofrenda su infinita variedad en las tibias y matizadas luces del atardecer. Es verdad que Dios -quien nunca es avaro con su gracia- aprovecha muchos de esos instantes en que el alma levanta sus ojos del suelo de su egoísmo hacia el cielo, para infundir la noción de su Ser en el espíritu humano y darle a degustar místicamente algo de la alegría que se goza en el Reino celestial.
Pero Dios no sólo nos dio los objetos para hacer una buena meditación a partir de la belleza del orden creado, sino que incluso nos obsequió con la capacidad de perfeccionar y trascender ese mismo orden. ¿Cómo nació Chenonceaux? No recordamos la historia leída otrora, pero siempre tras esas maravillas hubo al menos un alma que soñó no sólo en un puente para de forma «práctica» evitar el obstáculo de un río, sino que idealizó un puente del cielo y de ahí surgió Chenonceaux.
¿Cuál es la utilidad práctica, el beneficio «material» de hacer algo tan dispendioso, tan elaborado como Chenonceaux? Parece que no son pocos los turistas que van a Francia con la esperanza de deleitarse en el mítico Castillo de las Damas, y allí dejan su dinero (satisfecha, pues, la utilidad ‘práctica’). Pero los turistas no van a gastar dinero porque sí: ellos en el fondo buscan entrar en contacto con un objeto especialmente sublime que les habla de la sublimidad del cielo, de la belleza infinita, un pedazo pequeño del Reino celestial. En tal sentido Chenonceaux no es un mero puente sobre el río Cher: es un puente rumbo al cielo, al paraíso, un puente rumbo a Dios.
Ahora bien -y aquí viene la mayor utilidad ‘práctica’ para la vida de cada uno- antes que Chenonceaux fuese realidad material, él ya fue realidad mental en las almas que lo concibieron. Alguno o algunos, a la procura de la perfección absoluta, pensaron en un puente con tres o cuatro pisos de altura, que tuviese 7 u 8 cuerpos de columnas sobre el plácido río unidos en arcos de medio punto, y en un edificio principal torreonado en un costado. Imaginaron que debía canalizarse el río de cierta manera, que debían sembrarse jardines de esta otra y con tales figuras, etc. Y así Chenonceaux nació del especular Cher, pero antes de vivir en la realidad, habitó en esas almas idealistas y alegró la vida de esas almas. Un alma que sueña los buenos sueños, esos que van camino a la perfección, ve alegrar su vida.
De hecho, y de manera más profunda, Chenonceaux ya existía incluso antes de vivir en las mentes que lo concibieron. Residía en la Esencia divina, como un posible a ser creado. Imaginar un mundo más perfecto termina siendo sinónimo de peregrinar por los pasadizos de cristal de los posibles de la mente de Dios, que es lo mismo que peregrinar en Dios. ¡Qué cosa tan maravillosa!
Pero ocurre que al ‘peregrinar dentro de Dios’, de algún modo Dios se va haciendo presente en nuestras vidas. Y esa es la mayor fuerza que un hombre puede recibir. Y que luego puede usar.
Por Saúl Castiblanco
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