Redacción (Viernes, 27-02-2015, Gaudium Press) Compartimos a continuación la reflexión para el inicio de la cuaresma hecha por el Arzobispo de Madrid, Mons. Carlos Osoro:
Comenzamos la Cuaresma. Un tiempo de gracia que elimina de nuestra vida la indiferencia. Y un tiempo privilegiado para realizar una peregrinación interior hacia quien es la verdadera fuente de la misericordia. Nuestro Señor Jesucristo nos acompaña a través del desierto de las pobrezas de nuestra vida que nos hacen caminar por valles oscuros, tal y como nos dice el Señor: «el Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (cf. Sal 23). ¡Con qué ganas escucha hoy también el ser humano estas palabras del Señor! El hombre tiene hambre de amor. Un amor que colme su vida, que cuando se acerque a su existencia le llene de felicidad, de gozo y de capacidad para ser lo que es, salir de sí mismo e ir al nosotros.
¡El Señor oye el grito del hombre! Es un grito de hambre de amor. En su mensaje de Cuaresma, el Papa Francisco nos recuerda que «cuando el pueblo de Dios se convierte a su amor, encuentra respuestas a las preguntas que la historia le plantea continuamente». Aprovechemos este tiempo de Cuaresma para volver al amor de Dios y encontrar respuestas para todos los pueblos y todos los hombres. Ofrezcamos este mensaje en esta Cuaresma: tenemos la oportunidad y la gracia que nos da al Señor de convertirnos a su favor, es decir, de dejarnos mirar por Él, de mirarlo a Él, y de mirar al hermano como Dios mismo nos mira a nosotros. Mirar con el mismo amor con el que Dios nos mira y que tan maravillosamente se nos ha manifestado en Cristo. Como nos dice el Apóstol: «nosotros amemos a Dios, porque él nos amó primero. Si alguno dice: Amo a Dios y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1 Jn 4, 19-20). Dios nos ama; amémosle nosotros y devolvamos ese amor a quienes nos rodean. Uno de los desafíos más urgentes de hoy es el de la globalización de la indiferencia; por eso, globalizar el amor de Dios es una respuesta que urge dar y que se ha de convertir en la gran propuesta que los discípulos de Cristo hacemos a todos los hombres. Caminemos acogiendo el amor de Dios en nuestra vida, llenándonos y llenando a los que nos rodean de ese amor. Un amor que puso un límite al mal: la misericordia. Así se ha manifestado el amor divino: es «la misericordia», un amor capaz de extraer de cualquier situación un bien.
La Cuaresma nos recuerda que la vida cristiana es un combate sin pausa, en el que utilizamos las armas de la oración, el ayuno y la penitencia. Estas armas nos ayudan a morir a nosotros mismos y a vivir en Dios, a tomar conciencia de nuestro bautismo, a salir de nosotros para abrir el camino del abandono confiado al abrazo misericordioso de Dios. Os animo a vivir esta Cuaresma asumiendo en vuestra vida una estructura eucarística: «la Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús…; nos implicamos en la dinámica de su entrega» (Deus caritas est, 13). Y a descubrirla como un tiempo eucarístico en el que nos asomamos y entramos en comunión con el amor de Jesucristo, y aprendemos a difundirlo a nuestro alrededor con cada uno de nuestros gestos, con nuestras obras y con nuestras palabras.
En esta Cuaresma, os invito a vivir cuatro aspectos de la conversión: 1) Conversión a Jesucristo; 2) Conversión a su discipulado; 3) Conversión a la fraternidad y a la comunidad; 4) Conversión misionera y social.
1) Conversión a Jesucristo: volvamos la vida a Dios tal como nos enseña Nuestro Señor Jesucristo, y como nos recuerda permanentemente la Palabra de Dios. Para ello, escuchemos y meditemos su Palabra, hagamos confesión sincera de nuestros pecados a través del Sacramento de la Penitencia, celebremos y adoremos la Eucaristía, demos la vida con lo que somos y tenemos a los demás. Con estas armas realizaremos la conversión a Jesucristo. ¿Qué implica esta conversión? Eliminar ídolos: «Vuestra fe en Dios se ha difundido por doquier, de modo que nosotros no teníamos necesidad de explicar nada, ya que ellos mismos cuentan los detalles de la visita que hicimos: cómo os convertisteis a Dios, abandonando los ídolos, para servir al Dios vivo y verdadero» (1 Tes 1, 8b-9). Recordemos lo que les sucedió a Bernabé y a Pablo cuando curaron a un tullido en Listra y les querían tratar como si fuesen dioses y ofrecerles un sacrificio: «al oírlo los apóstoles Bernabé y Pablo, se rasgaron el manto e irrumpieron por medio del gentío, gritando y diciendo: hombres, ¿qué hacéis? También nosotros somos humanos de vuestra misma condición; os anunciamos esta Buena Noticia: que dejéis los ídolos vanos y os convirtáis al Dios vivo que hizo el cielo, la tierra y el mar y todo lo que contienen» (Hch 14, 15). Dios es el sentido último de todo. No podemos escapar a su presencia, ni perder la confianza en un Dios capaz de intervenir en la historia. ¿Qué estoy dispuesto a hacer por Aquel que me ama y desea que el amor que me tiene lo regale a todos los hombres?
2) Conversión a su discipulado: Sus palabras son claras: «nadie llega al Padre, sino por mí» (Jn 14, 6). «Separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 15). Conocer a Jesucristo y tener su vida es el mejor regalo que hemos recibido en nuestra vida. Seguir a Jesucristo es la raíz y la condición necesaria para toda conversión: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello una orientación decisiva» (Deus caritas est, 1).
3) Conversión a la fraternidad y a la comunidad: Es una dimensión constitutiva del encuentro con Jesucristo y de la conversión a Él. La entrega a Dios no es verdadera y se contradice objetiva, directa y gravemente si no es fraterna y comunitaria. Vivida en una comunidad real, que es diversa y rica en sensibilidades, pero complementaria con todas las vidas de quienes la forman, donde nadie es de Pablo o de Apolo, son todos de Cristo. Es así como es posible el anuncio del Evangelio. La conversión a la fraternidad y a la comunidad tiene que quitarnos todos los condicionamientos que la vida de gracia desarrolla de un modo luminoso y significativo, potenciando la fraternidad y extendiendo la comunión.
4) Conversión misionera y social: Dar a conocer al Señor es el mejor regalo que podemos hacer a los hombres y a la construcción de esta historia. Del encuentro con Jesucristo surge la fascinación; por eso vamos tras Él, seguimos sus pasos y sus huellas. Y de este encuentro surge también la admiración por el Señor, en la que está la raíz de una Iglesia que evangeliza atrayendo. Como lo hizo el Señor con los discípulos de Emaús, que en el camino no se dieron cuenta de quién era, pero cuando se iba a despedir experimentaban tal atracción por Él que le dijeron «quédate con nosotros». Cuando se dieron cuenta de quién era, salieron corriendo en búsqueda de los otros discípulos para contarles que había resucitado. Solamente entenderemos bien las palabras de Jesús: «id por el mundo y anunciad el evangelio», y las haremos vida siendo discípulos misioneros, si nos dejamos fascinar y entramos en la admiración hacia el Señor. Así iremos por el mundo dando rostro a Cristo y proponiéndole como Camino.
Con gran afecto, os bendice
+ Carlos Osoro,
Arzobispo de Madrid
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