Redacción (Miércoles, 04-03-2015, Gaudium Press) ¿Puede acaso la justicia cohabitar con la misericordia? ¿O la severidad con la bondad? ¿Cómo puede ser que en Dios, a quien sabemos uno y simple, esto ocurra?
Cuando se camina al interior de la selva se ven sombras y luces que se proyectan en el suelo rústico. El Sol puede brillar en todo su fulgor, entretanto, las hojas impiden verlo y en la floresta solo se percibe que él existe debido a estos diseños que se forman con los rayos filtrados por las brechas en las ramas de los árboles. Quien no sabe que existe un ramaje encima, no sabe explicar porqué no está viendo al Sol, sino apenas tenues rayos incidiendo sobre el suelo e interponiéndose a la sombra. 1 Intentemos, entonces, de alguna forma, comprender la justicia y misericordia de Dios, divisando las ramas que están en lo alto, percibiendo que nada sucede de separado o contradictorio, pues la mano divina que la rige es perfecta e inerrante.
Es comprensible que dudas como ¿»Dios puede ser justiciero e igualmente misericordioso»? o ¿»bueno y severo»? pululen en la mente del hombre, pues, así como nadie puede, por ejemplo, poseer un temperamento extrovertido y al mismo tiempo tímido, también somos tendientes a aplicar a Dios las reglas que rigen la naturaleza humana.
La intensidad del amor de un padre por su hijo es muy grande, sobre todo cuando aquel es retado. ¿Cómo deberá reaccionar el buen padre para educar al niño? ¿Acaso será castigándolo a cada pequeña travesura cometida? ¿O, tal vez, haciendo con que el niño nunca conozca el humillante castigo, cubriéndolo de caricias, aún cuando practique una acción reprobable? ¿O, entonces, usando la bondad, siempre que sea posible, y la severidad en los tiempos oportunos? Evidentemente, cuanto más el padre sepa equilibrar estos dos elementos, más amado y respetado será a los ojos del hijo.
En efecto, el secreto de la buena educación y del relacionamiento equilibrado en la familia es, exactamente, la yuxtaposición de la bondad con la severidad en los debidos momentos. Ahora, si esta unión entre justicia y misericordia se da tan comúnmente dentro de la vida familiar, ella bien puede ser el reflejo de una harmonía más excelsa, o sea, aquella existente en Dios, que usa de tales atributos para mejor formar al hombre.
Es muy divulgada la idea: «Dios es Bueno y, por lo tanto, se puede ‘andar errante’, pues Él es misericordia y perdón»… Es bien verdad que Él es la Misericordia. Él, de hecho, es el Perdón… ¿Pero será que el Señor, justamente por su eterna misericordia y su deseo de perdonar, no puede «sacudir» con mano fuerte al hombre, para que este entienda que su ternura quiere envolver los corazones que verdaderamente lo amen, y para despertar aquellos que parecen dormir al borde del abismo del pecado y de la muerte eterna?
Desvaneciendo toda inseguridad, el Doctor Angélico explica: «La obra de la justicia divina presupone la obra de la misericordia y en ella se fundamenta», 2 pues es la misericordia la raíz de todo obrar divino. Y, bien lejos de oponerse a la justicia, la misericordia es su plenitud, una vez que la justicia se limita a dar lo que se debe a quien merece, pero la misericordia da mucho más de lo que se merece, sobrepasando toda proporción exigida. 3
«En verdad, la justicia y la misericordia no solamente no son contrarias entre sí, sino que también se armonizan […] maravillosamente en Dios». 4 Es íntima la conciliación entre la misericordia y la justicia en Dios. 5
Es lo que constatamos al analizar algunos casos descritos en el Antiguo Testamento, en que el personaje merecía ser exterminado y, por causa de una acción relevante, el Altísimo se compadece y atenua la pena. Un ejemplo sorprendente de esto es el rey Acab, que procedió repetidas veces de modo pésimo durante su reinado, cometiendo crímenes y abominaciones sin nombre. Mientras tanto, cuando fue amenazado por Dios, se humilló, provocando la compasión del Señor, que le disminuyó la punición (cf. I Re 21, 21-29). Este y tantos otros episodios resaltan que, desde siempre, el fuego de la misericordia estuvo ardiente, y al Señor aprobó, ya en aquella época, hacer sentir su benéfico calor a través de pequeñas chispas. La llama sería, más tarde, encendida por el propio Dios Humanizado.
Es verdad que en la mayoría de los casos, se mostraba Él bien severo con las desobediencias. Sin embargo, una cosa es cierta: la bondad estaba rigiendo siempre su proceder, y en cuanto una mano pegaba, la otra animaba al cambio de vida y a la buena disposición para recibir al Salvador, promesa que se mantuvo inamovible, a pesar de todas las infidelidades del pueblo.
¡Cuanto amor por los hombres tiene Aquel que no precisa de los hombres para ser glorificado, pero deseó, poner pura misericordia, llevarlos a la participación de su propia divina vida, haciéndolos co-herederos con su Hijo (cf. Rm 8, 17)!
Por la Hna. Mariana de Oliveira, EP
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1 Cf. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Cólera e misericórdia. In: Dr. Plinio. São Paulo: Ano XIV, n. 154, jan. 2011, p. 25.
2 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Op. cit. I, q. 21, a. 4.
3 Cf. Ibid. a. 3, ad 2; a. 4.
4 ROYO MARÍN. Op. cit. p. 177-178. (Tradução da autora).
5 Cf. Ibid. p. 108.
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