Redacción (Jueves, 12-03-2015, Gaudium Press) La misericordia de Jesús es infinita y eterna. Su Corazón ansía que acudamos a Él para perdonar nuestras faltas, en una medida proporcional a su propia inconmensurabilidad. Sobre este punto transcribimos el artículo abajo que nos conduce a entender mejor nuestro título:
Con su característico murmullo, las aguas de un río desfilan en elegante corriente, a veces cubriendo las grandes piedras que encuentra por el camino, a veces acompañando con docilidad las sinuosidades del recorrido. A veces rápidas y burbujeantes, morosas en otras ocasiones, ellas avanzan infatigables en dirección a su fin último: el mar.
Se diría que emana la vida de este ser inanimado en constante movimiento. De sus márgenes prosperan delicada vegetación y frondosos árboles. Peces de varios tipos están en su lecho, en cuanto aves y cuadrúpedos, de las más diversas especies, se aproximan para beneficiarse de sus aguas, tanto más cristalinas cuanto más próximas de la naciente.
Tímido y desconfiado, oculto entre las plantas, podemos ver a un siervo. Diferente a otros animales, no se satisface con las aguas turbias de ríos que ya pasaron por valles y montes. El corre atrás de aquellas más puras y límpidas: una fuente que brota del suelo y chorrea su masa líquida sobre piedras lisas, un gélido arroyo nacido hace poco tiempo de la nieve derretida, o entonces una linda cortina de plata escurriendo por la ladera de una montaña rocosa.
¿Quién, como el siervo, no desea encontrar una fuente de agua refrescante y transparente? Ella devolverá el aliento al viajero fatigado, alivio al sediento y placer a todos los que con ella se deparen, porque el agua es siempre benéfica.
Ahora, todo eso puede ser elevado a la esfera espiritual, pues, ¿acaso no es Jesús la fuente inagotable de agua viva, para la cual corre el siervo del salmista? «Quemadmodum desiderat cervus ad fontes aquarum, ita desiderat anima mea ad te, Deus – Así como el siervo busca la fuente de agua, mi alma suspira por Vos, oh mi Dios» (Sl 41, 2).
Los ojos interiores, dice San Agustín, son capaces de ver esta fuente, y una sed interior arde en nosotros, en el deseo de ella. Entonces aconseja: «Corre para la fuente, desea la fuente. Pero no corras de cualquier modo, como cualquier animal. Corre como el siervo. ¿Qué significa ‘corre como el siervo’? Que no sea lenta la corrida; corre veloz, desea rápido la fuente». La misericordia de Jesús es infinita y eterna, pues ansía que a Él acudamos para perdonar nuestras faltas, en una medida proporcional a su propia inconmensurabilidad, y saciarnos con el agua viva de la gracia, a respecto de la cual dice en el Evangelio: «el que beba del agua que Yo le dé jamás tendrá sed» (Jn 4, 14).
Cierto poeta comparó nuestras vidas con «los ríos que desembocan en el mar». Cuanto más sean ellas alimentadas por el torrente impetuoso de la gracia divina tanto más serán capaces de vencer los obstáculos que bloquean su curso rumbo a la Jerusalén Celeste. El agua viva de Cristo purifica las aguas más lodosas, revigoriza los cursos estancados en lama, endereza los meandros de la tibieza, desgasta y remueve las más duras y traicioneras piedras. Nuestro Señor Jesucristo es verdaderamente el manantial de la gracia que vivifica los hijos de Dios, es la corriente del amor infinito que vino al mundo, para que todos «tengan vida y para que la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).
Por la Hna. Mary Teresa MacIsaac, EP
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