viernes, 22 de noviembre de 2024
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Platón, el pecado original y la supervivencia de la civilización

Redacción (Jueves, 19-03-2015, Gaudium Press) Es sabido que en la medida en que un pueblo o una civilización respetan y fomentan entre sus integrantes la práctica de la ley natural, ellos progresan.

Lo contrario es palmariamente cierto: en la medida en que una nación o una civilización atentan contra esos preceptos, esas sociedades tarde o temprano entran en crisis y desaparecen. Ahí está la historia para demostrarlo.

¿Qué es la ley natural? Es la participación en el hombre de la ley eterna, es decir la ley de Dios impresa en los corazones de los hombres. La ley natural nos manda no matar, no robar, no codiciar la mujer del prójimo, amar a Dios sobre todas las cosas, etc. Algo muy parecido a los Diez mandamientos entregados por Dios a Moisés, pues, de hecho, los diez mandamientos son el más perfecto resumen de la Ley Natural.

Entretanto, hay dos movimientos en el hombre, según la expresión paulina, uno el de la carne y otro el del espíritu. El primero nos aleja del cumplimiento de la ley natural y el segundo nos mueve a él. El movimiento de la carne es consecuencia del «pecado original».

«Pecado original». ¡Qué expresión más incómoda para cierta mentalidad, aquella que quiere permitirle cualquier comportamiento al ser humano! Ella nos dice que el hombre no es inmaculado, que no todo lo que hace es bueno, porque si bien es cierto que en él está el principio del bien, también contiene en su interior el principio del mal, y ese principio del mal muchas veces, de potencia se transforma en acto.

Recordamos en estos momentos una discusión sobre ese tema habida meses atrás con una persona, versada en algunos campos de la psicología. «¿Cómo explicar que el hombre, con mucha frecuencia, realiza actos contrarios al beneficio de su naturaleza, causándose daño a sí mismo, y por lo tanto objetivamente malos?», preguntábamos. No recordamos en este momento la explicación que intentó darnos. Lo que sí quedó en nuestra memoria fue lo enredada que era. Porque la explicación clara, verdadera y explicativa de muchas cosas, es la doctrina de la Iglesia sobre el pecado original.

Entretanto, esta doctrina no es enteramente original de la Iglesia. Es tan patente a cualquier observador imparcial la existencia del principio del bien y del mal en el alma humana, que, cinco siglos antes de Jesucristo, Platón ya delineaba, en sorprendente similitud con el actual dogma, lo que es el pecado original.

En el Fedro, Platón dice metafóricamente que el alma es como un carro tirado por dos caballos uno bueno, y el otro con todos los resabios: «Digamos, pues, que el alma se parece a las fuerzas combinadas de un tronco de caballos y un cochero; (…) en la especie humana, el cochero dirige dos corceles, el uno excelente y de buena raza, y el otro muy diferente del primero y de un origen también muy diferente; y un tronco semejante no puede dejar de ser penoso y difícil de guiar.

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(…) Los carros de los dioses suben sin esfuerzo [a la contemplación de la belleza]; los otros [los mortales] caminan con dificultad, porque el corcel malo pesa sobre el carro inclinado y le arrastra hacia la tierra, si no ha sido sujetado por su cochero. Entonces es cuando el alma sufre una prueba y sostiene una terrible lucha. (…) A la vista del objeto amado, cuando el cochero siente que el fuego del amor penetra su alma toda y que el aguijón del deseo irrita su corazón, el corcel dócil, dominado ahora y siempre por las leyes del pudor, se contiene, para no insultar al objeto amado; pero el otro corcel no atiende al látigo ni al aguijón, da botes, se alborota, y entorpeciendo a la vez a su guía y a su compañero, se precipita violentamente sobre el objeto amado para disfrutar en él de placeres sensuales. Por lo pronto, el guía y el compañero se resisten, se indignan contra esta violencia odiosa y culpable, pero al fin, cuando el mal no tiene límites, se dejan arrastrar, ceden al corcel furioso, y prometen consentirlo todo.»

¿Qué debe ser la vida del hombre? No otra cosa sino el dominio del corcel malo y el fortalecimiento del bueno, todo bajo la custodia sabia del conductor, que no es otra cosa que la razón. El hombre que domina el corcel malo, queda habilitado para subir al reino donde mora la Belleza Absoluta, aquella que llena y satisface por completo el corazón humano. Entretanto el corcel malo, es poderoso, es fuerte, sus impulsos son violentos, y en no pocas ocasiones puede dominar tanto al corcel bueno como al auriga, al cochero.

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Es doctrina del Concilio de Trento que le es imposible al hombre practicar de manera estable y en su conjunto, los mandamientos de la ley de Dios sin el auxilio de la gracia, es decir sin la ayuda de la fuerza de Dios.

Por ello para el hombre no hay otra opción: o se abre e implora la acción de Dios en su alma, para «domar al corcel malo», o alejándose de Dios, sucumbe forzosamente a ese corcel, y con él se despeña por el abismo del horror. Esto que se aplica al hombre, se aplica a una sociedad, y también a una civilización.

Una sociedad que acepta que el comportamiento inmoral es bueno, o al menos indiferente, y que, además de esto, lo «protege» y favorece en sus leyes es, forzosamente, una sociedad que ha oscurecido en su conciencia colectiva un punto muy importante de la ley natural. Y como un abismo atrae otro abismo, forzosamente esa sociedad irá negando otros principios de la ley natural.
Hacia dónde queremos ir, depende de nosotros.

Un comentario final. No nos desanimemos, si nos es difícil practicar los preceptos de la ley natural. Mucho menos reneguemos de Dios, afirmando que sus leyes son por demás pesadas o intentando negarlas. Él, que nos las impuso, nos da las fuerzas para cumplirlas. Es simplemente que abramos el corazón y nos unamos a Él.

Eso será para nuestro propio beneficio terrenal. Porque una cosa es cierta: No hay vida más vacía, fatua, sin sentido y por tanto infeliz, que la del hombre que renuncia a la práctica de la ley de Dios y a la unión con Dios.

Por Carlos Castro

 

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