Redacción (Viernes, 20-03-2015, Gaudium Press) La percepción de que ciertos animales simbolizan virtudes que pueden estar presentes en los hombres es tan real, que por ejemplo la heráldica ha consagrado la figura del león para expresar la valentía y la majestad propias de ciertas estirpes. Ciertamente, cuando quiso Dios que Adán pusiese nombre a todos los animales (Cfr. Gn 2, 20) su intención más profunda era que el primer hombre percibiese también ese simbolismo, puesto en las creaturas por el propio Creador.
Hay un «ver» a Dios en las criaturas -pues las virtudes humanas sólo son reflejo de las divinas-, que es un ejercicio de trascendencia, de trascender del orden creado para llegar a Dios.
Fotos: Designerpoint |
Recordamos hasta hoy el rugido de un león enclaustrado en uno de los grandes zoológicos existentes en los EE.UU.
Se encontraba él con parte de su manada mientras algunos visitantes hacían monerías y hasta comida le lanzaban para intentar de ellos una respuesta. Pero, ni el león ni su corte se dignaron a ojear a esos plebeyos intrusos en su reino.
Después de algunos minutos, desesperanzados, pero con la alegría de haber podido contemplar en detalle al Rey de la selva, los importunos partimos rumbo a la contemplación de otro animal, maravilla de Dios. Mal habíamos recorrido unos 10 o 15 metros, cuando -diríamos- el zoológico entero se petrificó ante el rugido fortísimo del león hace poco observado. Como que los tenía represados, los rugidos, pues fueron varios. Pero sólo cuando él quiso. La noción de dominio, de majestad y temor rápidamente vinieron a nuestro espíritu.
Comúnmente su caminar es pausado, con «distancia psicológica» ante los hechos del entorno. No se compagina la majestad con la agitación. Él tampoco juguetea mucho, comúnmente está «serio»: tampoco la risa permanente es sinónimo de sereno dominio. Pero de vez en cuando sí retoza, un tanto: no es él un cascarrabias, un «amargado»; un juego de vez en cuando, en la intimidad, no opaca su grandeza.
Comúnmente él no se introduce en las «riñas» o pequeños problemas «familiares»; sólo cuando el caso es de cierta «importancia», es que él interviene. Lo muy, muy pequeño no se allana a su magnificencia.
Quiso Dios distinguirlo con su melena, que es como su corona, que ayuda a resaltar los fuertes rasgos de su cara, y de su «personalidad».
El león no es el tigre. En el tigre (que también es magnífico) la ferocidad no está balanceada con cierta nobleza. Del tigre su víctima solo puede esperar inmisericordia; tras la ferocidad del león también se percibe cierta bonhomía… Realmente, qué animal magnífico es el león.
Que la Virgen nos ayude a transitar por los caminos de la trascendencia, por los cuales también se llega a los atributos de Dios.
Por Saúl Castiblanco
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