Redacción (Jueves, 26-03-2015, Gaudium Press) La costumbre de consagrar a Dios determinados días es casi tan antigua como la humanidad. No obstante, en nuestra época se va introduciendo insensiblemente el hábito de no observar el descanso dominical. La supresión del día reservado al Señor termina perjudicando al hombre mismo.
Como usted sabe, estimado lector, los juegos olímpicos eran un acto de culto de los griegos a los dioses del Olimpo; los meses de julio y agosto llevan esos nombres por estar dedicados a dos «divinos e inmortales» emperadores romanos; y los germanos daban a los días de la semana el nombre de cada uno de sus dioses.
Esos pueblos desconocían la existencia del verdadero Dios, pero algo los llevaba a homenajear, a venerar y a entregarse a un ser superior a ellos. Y quien repase la historia de las naciones comprobará ampliamente que el hombre buscó siempre, de una forma u otra, dar a Dios un culto exterior, puesto que el ser humano siente necesidad de purificarse, de recogerse, de renunciar a sí mismo; sentimientos que se traducirán en instituciones, prácticas ascéticas, oraciones, cantos y, sobre todo, ofrendas y sacrificios.
Dios imprimió en nuestras almas la necesidad de adorarlo. A pesar de ello, en la práctica el hombre no puede ocupar todo su tiempo con actos exteriores de adoración, por lo que reserva determinados días y ocasiones para rendir culto a Dios, como lo comprueban las tradiciones de todos los pueblos.
Conveniencia del reposo
Por otro lado, es altamente conveniente y hasta indispensable que el hombre se abstenga cada cierto tiempo de trabajar, porque así recupera las fuerzas físicas y se hace capaz de reanudarlo con más provecho. Esto, lejos de representar un daño a la productividad, contribuye eficazmente a su mejor calidad. Proporciona también la ocasión de cultivar la vida del espíritu, sofocada por las ocupaciones continuas y absorbentes, además de crear las condiciones para estrechar los lazos familiares y de amistad.
Lo mismo enseña el propio Señor nuestro Dios, el cual descansó después de crear el universo, como canta la Liturgia de las Horas, en el II Domingo de Tiempo Común:
«Terminado el gran trabajo / decidiste entrar en reposo, / enseñando a los cansados de la lucha / que el descanso es también don precioso.»
Precepto divino
A esa carencia natural de la humanidad, Dios otorgó un mandamiento: «Guardarás el día del sábado para santificarlo» (Dt 5, 12).
De esta forma, el reposo asume un carácter sagrado, y queda claro que se debe dedicar especialmente un día de la semana al culto divino. «El fiel es invitado a descansar no sólo como Dios ha descansado, sino a descansar en el Señor, refiriendo a él toda la creación, en la alabanza, en la acción de gracias, en la intimidad filial y en la amistad esponsal» 1.
El fundamento de este precepto no estaba sólo en el ejemplo de la creación, sino sobre todo en la liberación efectuada por Dios en el Éxodo: «Acuérdate de que siervo fuiste en la tierra de Egipto, y de que el Señor, tu Dios, te sacó de allí con mano fuerte y brazo tendido; y por eso el Señor, tu Dios, te manda guardar el sábado» (Dt 5, 15).
El contenido del mandamiento no es principalmente una simple interrupción del trabajo, sino la celebración de las maravillas realizadas por Dios.
La Nueva Alianza
Con el advenimiento de Cristo comenzó la Nueva Alianza, en la cual celebramos realmente todo lo que antes estaba figurado. «Lo que Dios obró en la creación y lo que hizo por su pueblo en el Éxodo encontró en la muerte y resurrección de Cristo su cumplimiento» 2.
Es Dios quien da comienzo a la nueva creación, haciendo «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21, 1), en la cual el firmamento es la fe en Cristo, y la tierra, un corazón puro que produce frutos en abundancia. Una obra mucho mayor que liberar de la esclavitud al pueblo elegido, fue la de arrancarnos de las tinieblas del pecado y conducirnos a la Tierra Prometida verdadera y eterna.
Todo esto se consumó cuando, a los tres días de su muerte, Jesús resucitó y se apareció a sus discípulos «el primer día de la semana», según el testimonio unánime de los Evangelistas. Como la Resurrección fue el hecho decisivo de la misión redentora de Cristo -«Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe» (1 Cor 15, 14)- era lógico que se hiciera en ese día su recuerdo permanente.
El primer día de la semana se convirtió así en «el día del Señor», es decir, en el domingo.
«En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recuerden la Pasión, la Resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios, que los ‘hizo renacer a la viva esperanza por la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos’ (I Pe 1,3).
Por esto el domingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles, de modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo» 3.
La celebración del domingo
La Iglesia naciente abunda en testimonios sobre la celebración del domingo. No cabe duda que la comunidad cristiana debió contentarse, en un principio, con añadir la Eucaristía dominical a la observancia del sábado. Pero a fines del siglo I la disociación ya se había consumado; los cristianos harían de la santificación del domingo la señal por excelencia del seguidor de Cristo.
Un documento de esa época permite vislumbrar el modo en que se celebraba la asamblea de los fieles: «Reunidos en el día del Señor, el domingo, partid el pan y dad gracias, después de haber confesado vuestros pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea puro. El que tenga una disputa con su hermano, no se reúna con vosotros hasta que se haya reconciliado, para no profanar vuestro sacrificio» 4.
Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, declara en una carta del año 112 a Trajano que los cristianos detenidos «afirmaban que su crimen se reducía a tener la costumbre de, en días determinados, reunirse antes de rayar el alba y cantar un himno a Cristo como a Dios».
La celebración del domingo comenzaba la víspera, a la caída del sol, y se dividía en dos partes: una por la noche en la cual se entonaban salmos, se recitaban oraciones y se leían trechos de la Sagrada Escritura; al despuntar la aurora tenía lugar la parte eucarística de ese culto. De la primera parte nacieron las vigilias; la segunda lleva regularmente el nombre oblatio, mientras que la missa era la despedida de los catecúmenos.
Constantino fue el primer emperador en prohibir mediante una ley civil los trabajos serviles en domingo. Dicha prohibición se convirtió después en ley vigente para todos los dominios del imperio de Carlomagno.
Testimonio hasta el martirio
En tiempos de Diocleciano y Maximiano, el paganismo declaró la guerra a los cristianos: las autoridades paganas les exigieron entregar las Sagradas Escrituras para ser quemadas, mandaron destruir las basílicas consagradas al Señor y prohibieron la celebración de los ritos sagrados y las reuniones de culto.
Con esto, varios cristianos renegaron de la fe, pero muchísimos otros confirmaron con su propia sangre el carácter sagrado del día del Señor.
En Abitina, pequeña localidad de la actual Túnez, 49 fieles que, según la costumbre, celebraban los misterios del Señor, fueron arrestados, esposados y enviados a Cartago. Alegres en extremo, cantaron incesantes himnos de alabanza al Señor durante todo el trayecto. Comparecieron uno a uno ante el procónsul Anulino.
-¿Actuaste contra la prohibición de los emperadores, reuniendo a todos éstos?- le preguntó al sacerdote Saturnino.
-Celebramos tranquilamente el día del Señor, porque su celebración no puede ser interrumpida.
Después de esta respuesta, el santo presbítero fue sometidos a atroces tormentos, que resistió hasta la muerte. En seguida fue llamado el dueño de la casa donde se habían reunido:
-¿Se han hecho en tu casa reuniones de culto contra el mandato del emperador?- inquirió el magistrado.
-Sí, en mi casa celebramos los misterios del Señor.
-¿Por qué les dejaste entrar? Era tu deber impedírselo.
-No podía hacerlo porque son mis hermanos, y sin celebrar los misterios del Señor el domingo, no podemos vivir.
Sufrió entonces el mismo destino que Saturnino.
El sexo femenino tampoco quedó ajeno al gran combate. Todas las mujeres del grupo alcanzaron también la corona del martirio. Ni siquiera faltó el candor de los niños, que proclamaban con ufanía:
El esplendor de la arquitectura y la belleza de la liturgia incentivan la participación de los fieles en la Eucaristía dominical (Misa en la Catedral da Sé, São Paulo, Brasil)
-Soy cristiano, y por voluntad propia asistí a la reunión junto a mis padres y mis hermanos.
Época turbulenta en la historia de la Iglesia, pero en la cual se vio brillar como nunca la fe en Nuestro Señor Jesucristo.
El domingo, hoy
Qué época tan distinta a la nuestra, cuando se propaga por todas partes la libertad religiosa, pero la fe en Cristo, nuestro Salvador, está apagada como nunca. ¿Dar la sangre por el día del Señor? Muchos no son capaces de levantarse una hora más temprano, renunciar a una programa de televisión ni desafiar el mal tiempo para asistir a la misa dominical.
La violencia de aquellos tiempos difiere también de los días actuales. Pero, ¿cómo explicar la felicidad en que vivían los mártires, y que el hombre contemporáneo es incapaz de alcanzar?
La explicación es sencilla: los primeros cristianos tenían a Dios como eje de su vida y se revitalizaban cada domingo en el banquete eucarístico. Por eso, por muy feroces que fueran las persecuciones, encontraban fuerzas para soportarlas porque llevaban a Cristo dentro de sí.
Frente a las dificultades que hoy se presentan a los católicos del mundo entero -inmersos en un ambiente marcado por crisis morales, financieras, familiares y, sobre todo, espirituales- es indispensable alimentarse todos los domingos con el Divino Amigo que nos recomienda: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os aliviaré» (Mt 11, 28).
El Papa Benedicto XVI nos estimula a lo mismo: «Participar en la celebración dominical, alimentarse del Pan eucarístico y experimentar la comunión de los hermanos y las hermanas en Cristo, es una necesidad para el cristiano; es una alegría; así el cristiano puede encontrar la energía necesaria para el camino que debemos recorrer cada semana» 5.
Renovados por este santo sacramento, llegaremos a nuestra meta y cumpliremos nuestra misión en esta tierra, hasta llegar al domingo sin ocaso de una vida con Dios.
Por el P. Mauro Sérgio da Silva Izabel, EP
(Rev. Heraldos del Evangelio, Febrero de 2007)
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