Redacción (Martes, 31-03-2015, Gaudium Press) La Santa Iglesia celebra, en esta época del año, un tiempo litúrgico riquísimo en enseñanzas y lecciones de vida: La Cuaresma. Así como nuestro Redentor pasó cuarenta días en recogimiento en el desierto, antes del inicio de su vida pública, también nosotros consagramos cuarenta días del año al recogimiento, a la contrición de nuestros pecados y a los buenos propósitos.
Es que en ese tiempo, sapiencialmente instituido, Nuestro Señor golpea a la puerta del alma de cada uno de nosotros, sus hijos, cuya salvación le costó su propia Sangre, y dice: «Es que estoy a la puerta, y golpeo; si alguien oye mi voz y abre la puerta, Yo entraré en su casa y tomaremos la refección, Yo con él, y él conmigo» (Ap 3, 20).
¡Cuánta dulzura, cuánto amor, cuánto deseo de conversión hay en ese apelo que Nuestro Señor nos hace! ¿Quién de nosotros, viviendo en su tiempo, tendría la dureza de corazón, la frialdad, la crueldad de ignorarlo y abandonarlo del lado de afuera, caso Él golpease a la puerta? ¿No sería esa una actitud inhumana? Pues es lo que hacemos cuando ignoramos los llamados e inspiraciones que Él, lleno de amor, hace a nuestra alma.
¿Cuál debe ser nuestra actitud al oír la voz de Cristo hablando en nuestros corazones, invitándonos a la vida eterna? ¿Cómo colocar en práctica los consejos y buenos propósitos que Él nos inspira?
Cuenta el Primer Libro de los Reyes: «El Señor dijo [a Elías]: Sal y consérvate encima del monte en presencia del Señor: Él va pasar. En ese momento pasó […] un viento impetuoso y violento, que cortaba las montañas y las rocas; pero el Señor no estaba en aquel viento. Después del viento, la tierra tembló; pero el Señor no estaba en el temblor de tierra. Pasado el temblor de tierra, se encendió un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego se oyó el murmullo de una brisa ligera. Habiendo Elías oído eso, cubrió el rostro con el manto, salió y se puso a la entrada de la caverna. Una voz le dijo: ¿Qué haces aquí, Elías?» (I Rs 19, 11-13). Vemos en ese pasaje una importante enseñanza: Dios no está en el ruido, en las agitaciones, en los tumultos del día a día; sino está, sobre todo, en la suave brisa del silencio y el recogimiento.
Por tanto, si queremos verdaderamente oír la voz de la gracia que clama en nosotros, tengamos siempre el espíritu recogido. Nuestro Señor se manifiesta especialmente a aquellos que, incluso en la contingencia de resolver innúmeros problemas de lo cotidiano, saben elevar la mente a las cosas más altas y conciliar los deberes temporales con los espirituales.
Con todo, incompleta estaría esta breve consideración si no llevásemos en cuenta otro pasaje del Evangelio: «Felices aquellos que oyen la palabra del Señor y la ponen en práctica» (Lc 11, 28). Al escuchar los consejos divinos en nuestra alma, debemos hacer buenos propósitos y colocarlos en práctica.
Es verdad que eso exige esfuerzo de nuestra parte; pero no podemos desanimar, pues «los sufrimientos del tiempo presente no merecen ser comparados con la gloria que debe ser revelada en nosotros» (Rm 8, 18). Si en esta vida somos dóciles a la voz de Nuestro Señor, recibiremos como recompensa algo infinitamente superior: en la hora del Juicio oiremos esa misma voz pronunciar la sentencia eterna: «¡Venid, benditos de mi Padre! Venid y tomad parte en la gloria que os está reservada desde la Creación del mundo».
Por la Hna. Aline Karoline de Souza Lima, EP
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