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¿Y si se apagase en el alma el candor de la inocencia…?

Redacción (Martes, 31-03-2015, Gaudium Press) ¿Y si se apagase en el alma el candor de la inocencia…?

Agobiados por las contrariedades de la vida, por las varias decepciones, a veces muy duras, a veces consigo mismos, no son pocos los que creen que la profunda alegría experimentada cuando niños era un mero espejismo, una fascinación ingenua, un puro fantasma tal vez agradable de recordar, pero no más que simple ilusión.

«El mundo color rosa no existe»; «el mundo ‘Walt Disney’ es solo un fugaz ensueño». Son cosas que se escuchan decir.

Expresiones por veces portadoras de una tristeza desesperanzada. O simplemente de resignación color parda.

Entretanto, el mundo maravilloso sí existe, y no, no es fantasía. Tal vez es que no lo hemos aprendido a contemplar.

Fantasía. Todo hombre desea una fantasía maravillosa. Hay una canción en italiano -de factura reciente, muy difundida y ya clásica- llamada ‘Nella Fantasia’, cuya letra traducida al castellano bien lo dice: En la Fantasía veo un mundo justo / donde todos viven en paz y honestamente / sueño con almas que son siempre libres / como las nubes que vuelan / [un mundo] lleno de humanidad en el fondo del alma / En la Fantasía existe un viento cálido / que sopla sobre la ciudad como un amigo / En la Fantasía veo un mundo claro / donde la noche es menos oscura.

Pero nuevamente constatamos que esas fantasías no son correspondidas por la realidad. La realidad, en sentido contrario a la melodía anterior, es muchas veces oscura, deshonesta, fría, es enemiga.

Entretanto, y ansiando la solución al terrible dilema -el del gran deseo de la feliz fantasía y la a veces terriblemente decepcionante realidad- miremos el Ejemplo por antonomasia que la Liturgia nos presenta en estos días.

El Señor se encanta con los hijos de los hombres, dice el libro de los Proverbios (Cfr. 8, 13) ¿Con cuáles? ¿Con los de la misma raza que crucificaron a su Hijo? ¿La misma estirpe que un día recibe al Redentor en multitud calurosa, alabándolo con palmas, y poco después lo crucifica en la que buscaba ser la más ignominiosa de las muertes?

Pero Jesús no pierde la «fantasía», la visión dorada de los hombres. Para los que lo crucificaban Él implora el perdón: «Perdónalos Padre, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 24) A un ladrón, con compasión, Él envía directo al cielo: «En verdad te digo; hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc, 23, 43) Como señalan los exegetas, en medio a los dolores insufribles de la Cruz, y en la persona de San Juan, Jesús da a toda la humanidad su tesoro más preciado, la Virgen purísima: «Mujer ahí tienes a tu hijo. […] Ahí tienes a tu Madre» (Jn 19, 26-27).

¿Que ocurría en el alma sacratísima de Jesús para tener esos sentimientos?

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Pasaba que Jesús vivía con los ojos en esta tierra, pero con el espíritu en la visión beatífica. Su alma veía a Dios cara a cara, y asimismo contemplaba toda la creación, en lo que ella era reflejo de Dios. Cuando él observaba a un hombre, principalmente veía en él lo que Dios [Él mismo] había querido al crear ese hombre. Al mismo tiempo que consideraba al ser humano concreto, con sus defectos, pequeñeces y pecado, veía también el pincel de Dios dibujando a ese hombre en su perfección, y esa visión divina lo colmaba de regocijo y lo hacía amar a ese hombre por lo que de reflejo de Dios tenía y podía llegar a tener.

¿Y nosotros -míseros pecadores, pero que queremos imitar a Jesús- no podemos hacer algo parecido? ¿No podemos irnos entrenando en el mundo de los posibles maravillosos de Dios, intentando imaginar cómo serían los hombres si fuesen de acuerdo al plan divino, si atendiesen los llamados de Dios, y tratándolos de alguna manera como si ya estuvieren realizando ese plan, o invitándolos con nuestros trato a realizarlo?

Tal vez sí, y esa visión de fantasía, de la fantasía de un mundo de acuerdo al plan de Dios, nos llenaría de alegría.

Fantasía que ya en el cielo es realidad, y lo será más aún, cuando allá estén ocupados todos los tronos que los hombres están llamados a ocupar. La Fantasía es el cielo.

Pero para ir al cielo, e ir haciendo de esta tierra un cielo, tenemos que hacer lo que Jesús dejó establecido. No en vano, él nos ordenó pedir al Padre que se hiciese su voluntad aquí en la tierra como en el cielo. Y pedir todos los días, y acudir a él constantemente, y acudir a sus sacramentos.

Por Carlos Castro

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