Redacción (Miércoles, 01-04-2015, Gaudium Press)
María en la Pasión de Jesús, según las visiones de la Beata Ana Catalina Emmerich
Antes incluso de que la Pasión se llegara a completar, María Santísima recorrió los lugares donde Jesús tuvo algún sufrimiento especial, recogiendo, como si fueran piedras preciosas, sus inagotables méritos.
Durante todo el tiempo en que los príncipes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo, junto con la agitada muchedumbre azuzada por ellos, bramaban frente al pretorio de Pilato, exigiendo la liberación de Barrabás y la crucifixión de Jesús, ¿dónde se hallaba su Madre Santísima?
A esta pregunta, los evangelistas no le dan respuesta, y las almas devotas de María, al meditar sobre la Pasión del divino Redentor, sienten la necesidad de rellenar ese vacío. La Beata Ana Catalina Emmerich -religiosa agustina alemana, fallecida en 1824 y beatificada por San Juan Pablo II en octubre de 2004- satisface ese legítimo anhelo con sus famosas visiones sobre la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.
De ellas extraemos, con las oportunas adaptaciones, la narración que sigue a continuación.1
Incluso antes de que la Pasión concluyera
Cuenta la beata que, mientras se desarrollaban los sucesivos episodios del juicio, la Madre de Jesús, con María Magdalena y el apóstol Juan, permanecían en una esquina de la plaza, observando y escuchando, sumergidos en profundo dolor. Y cuando Jesús fue llevado al pretorio de Pilato, la Santísima Virgen, junto con Juan y la Magdalena, salieron para recorrer todos los sitios donde Él había estado desde su prisión.
Regresaron, entonces, a la casa de Caifás, a la de Anás, al jardín de Getsemaní y al huerto de los Olivos. En todos los lugares donde el Señor había caído o había sido sometido a algún sufrimiento especial, se detenían en silencio, lloraban y sufrían por Él. Una vez más, la Virgen de las Vírgenes se postró y besó la tierra en el sitio donde había caído su Hijo. La Magdalena se retorcía las manos, Juan lloraba y trataba de proporcionarles algún consuelo. Después las conducía hasta otro lugar.
Se iniciaba de esta forma la devoción del Vía Crucis y de los honores que se rinden a los misterios de la Pasión de Jesús, antes incluso de que ésta se llegara a completar. En la más santa flor de la humanidad, en la Madre virginal del Hijo del hombre, fue cuando empezó la meditación de la Iglesia sobre los dolores del Redentor divino.
¡Oh, qué compasión! ¡Con qué violencia la espada cortante y penetrante traspasó su Corazón! Ella, cuyo bienaventurado cuerpo lo había llevado, cuyos bienaventurados pechos lo habían amamantado, que lo había concebido y lo había guardado durante nueve meses en ese corazón lleno de gracias, que lo había conducido y lo había sentido vivir en sí misma antes de que los hombres recibiesen de Él la bendición, la doctrina y la salvación, Ella compartía todos los sufrimientos de Jesús, incluso su ardiente deseo de rescatar a los hombres mediante sus padecimientos y su muerte en la cruz.
Así fue como la Virgen pura y sin mancha inauguró para la Iglesia la devoción del Camino de la Cruz, para recoger en todos los lugares de ese bendito trayecto, como si se trataran de piedras preciosas, los inagotables méritos de Jesucristo y ofrecérselos a Dios Padre en beneficio de todos los fieles.
Todo lo que ha habido y habrá de santo en la humanidad, todos los hombres que suspiraron tras la Redención, todos los que celebraron con respetuosa compasión y con amor los sufrimientos de nuestro Salvador, hacían con María el Camino de la Cruz, se afligían, rezaban, se ofrecían en holocausto en el Corazón de la Madre de Jesús, la cual es también una tierna Madre para todos sus hermanos unidos por la misma fe en el seno de la Santa Iglesia.
Arrepentimiento de la Magdalena y sufrimientos de Juan
La Magdalena estaba como fuera de sí, por la violencia del dolor. Tenía un inmenso y santo amor a Jesús. Cuando, no obstante, deseaba verter su alma a sus divinos pies, al igual que derramó el aceite aromático de nardo sobre su cabeza, veía como se abría un horroroso abismo entre ella y su bienamado. Sentía un arrepentimiento y una gratitud sin límites, y cuando quería elevar hacia Él su corazón, como el perfume del incienso, veía a Jesús maltratado, conducido a la muerte, a causa de los pecados que ella había cometido.
Entonces, le provocaban profundo horror esas faltas por las que Jesús tanto tenía que sufrir. Se precipitaba en el abismo del arrepentimiento, sin poder agotarlo ni rellenarlo. Se sentía de nuevo arrastrada por su amor a su Señor y Maestro, y lo veía entregado a los tormentos más terribles. Así pues, su alma estaba cruelmente atormentada entre el amor, el arrepentimiento, la gratitud, la contemplación de la ingratitud de su pueblo, y todos esos sentimientos se expresaban en su modo de andar, sus palabras, sus gestos.
El apóstol Juan amaba y sufría. Por primera vez, llevaba a la Madre de su Maestro y de su Dios, que también lo amaba y por él sufría, sobre esos trazos del Camino de la Cruz a lo largo del cual la Iglesia debería seguirla.
«Si es posible, aparta de mí este cáliz»
Aunque supiera muy bien que la muerte de Jesús era el único medio de redimir al género humano -explica la beata-, María estaba llena de angustia y deseo de librarlo del suplicio.
De la misma manera que Jesús -hecho hombre y destinado a la crucifixión por libre voluntad- sufría como cualquier persona todas las penas y torturas de un inocente conducido a la muerte y en extremo maltratado, así también María padecía todos los dolores que pueden mortificar a una madre a la vista de un hijo santo y virtuoso tratado tan injustamente por un pueblo ingrato y cruel. Como Jesús en el huerto de los Olivos, Ella le decía al Padre celestial: «Si es posible, aparta de mí este cáliz».
Si es posible… En los designios de amor de la Santísima Trinidad estaba decidido: el Verbo de Dios encarnado debería beber, hasta la última gota, esa copa de dolor. No fue posible. El Inocente por excelencia fue condenado al infamante suplicio de la crucifixión. Besó con amor la cruz y la llevó hasta el Calvario.
Desgarrador encuentro de la Madre con su Hijo
Más adelante, la Beata Ana Catalina Emmerich describe la desgarradora escena del encuentro de la Madre con su Hijo; narra cómo, al verlo cubierto de llagas, con la cruz a cuestas, cayó al suelo, sin sentido; y cómo tres de las Santas Mujeres, auxiliadas por el mismo apóstol virgen, la llevaron hasta la casa de la que poco antes habían salido.
Viéndose separada una vez más de su Hijo bienamado, que prosiguió con su pesada carga a los hombros y cruelmente maltratado, enseguida el amor y el ardiente deseo de estar junto a Él le dieron una fuerza sobrenatural. Fue con sus compañeras a la casa de Lázaro, cerca de la Puerta Angular, donde se encontraban las otras Santas Mujeres, gimiendo y llorando con Marta y María Magdalena. De ahí salieron, en número de diecisiete, para seguir el camino de la Pasión.
Las veía -decía la beata-, llenas de gravedad y resolución, indiferentes a las injurias del populacho e imponiendo respeto por su dolor, atravesar el Foro, cubiertas con sus velos, besar la tierra en el sitio donde Jesús había cogido la cruz, después seguir el camino que Él había recorrido. María y otras que recibían más luces del Cielo buscaban las huellas de Jesús. Sintiendo y viéndolo todo con la ayuda de una luz interior, la Virgen Santa las guiaba en esa Vía Dolorosa y todos esos lugares se imprimían vivamente en su alma. Contaba todos los pasos e indicaba a sus compañeras los lugares consagrados por alguna dolorosa circunstancia.
* * *
La devoción del Vía Crucis nació, por tanto, del fondo de la naturaleza humana y de las intenciones de Dios para con su pueblo, no en virtud de un plan premeditado. Por decirlo así, fue inaugurado bajo los pies de Jesús, el primero en recorrerlo, por el amor de la más tierna de las madres.
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1 Artículo basado en la obra La douloureuse Passion de Notre Seigneur Jésus-Christ d’après les meditations d’Anne Catherine Emmerich, disponible en http://www.clerus.org. Obra publicada en portugués: EMMERICH, Anne Catherine. Vida, Paixão e Glorificação do Cordeiro de Deus. São Paulo: MIR, 1999.
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