Redacción (Martes, 21-04-2015, Gaudium Press) Sentencia el avezado director de hospital Andréi Yefímich -en la trama del cuento ‘El Pabellón No. 6′ de Antón Chéjov- que «en este mundo todo es insignificante y falto de interés salvo la suprema expresión espiritual de la inteligencia humana». Y continúa declarando -después de quejarse con amargura de la falta de esa inteligencia a su alrededor- que si bien «es cierto que están los libros», de ninguna manera son los libros «lo mismo que una buena conversación o el trato con la gente. Si me permite usted hacer una comparación no muy lograda, los libros son las notas y la conversación el canto». 1
Es claro que allí Chéjov no quiso incluir los infinitamente más altos placeres que podemos tener en esta vida fruto del contacto con lo sobrenatural, sencillamente porque así no lo deseó o simplemente porque tal vez no los conoció. Pero sí concordamos con el reputado literato, que era también médico, en que realmente una buena conversación es algo incomparable, en cuanto a delicia humana se refiere. Entretanto, hablamos de una buena conversación, la cual sólo se da entre buenos conversadores.
«Es muy triste, querido Mijaíl Averiánich que en nuestra ciudad no haya absolutamente nadie que sepa y al que le guste mantener una conversación profunda e interesante. En nuestro caso representa una enorme privación. Ya ni los intelectuales superan lo vulgar; el nivel de su desarrollo, se lo aseguro, no es superior a la más baja condición. (…) A veces sueño con personas y conversaciones inteligentes», insiste y añora el finalmente decepcionado y ensimismado doctor Yefímich.
Con la obra de Chéjov nos encontramos en las postreras décadas del S. XIX, tiempos aquellos en los que todavía había cierta preocupación por enriquecer la mente y educar el corazón; época ida en la que aún la apetitosa lectura en común del día era realizada en muchas familias; años en los que todavía se reunían las damas en costurero, no a contaminarse mutuamente con la consabida, superficial y no benigna ‘chismografía’ habitual, sino en la escucha atenta de la lectura de un buen clásico o arropadas bajo los dulces acordes de un elevado intercambio de ideas, mientras iban surgiendo bellos bordados y delicados tejidos; tiempos en los cuáles las mesas de comedor hogareñas eran no solo lugar de reparación de fuerzas físicas, sino igualmente fuentes de variadas riquezas de espíritu y escuelas de educación continuada, campos no sólo de acrecentamiento de conocimientos intelectuales, sino también de enseñanza de maneras y formas sociales, entre ellas el arte de agradar y el arte de conversar. No obstante, tenemos por cierto que las palabras del médico Andréi Yefímich de Chèjov no hacían sino expresar el vivo y profundo lamento del propio literato ruso, lamento que hoy podríamos repetir con mucho más fundamento y con mucho más ardor, con bastante más dolor.
¿Qué es un buen conversador?
Es primero alguien contemplativo, un buen observador de la realidad de la vida y especialmente de las personas, alguien que se enriquece de aquello que habita al exterior y a lo que dedica buena parte de una atención razonada. Uno que verdaderamente se interesa por los demás, por sus problemas, sus deseos, sus angustias, sus alegrías, por lo que piensan y dicen. Si no hay esta base no puede haber conversación; a lo más un monólogo, o un diálogo de sordos (monólogo de dos, o de tres…), donde cada uno expresa lo que quiere sin tener en cuenta al otro.
Un agradable conversador, Perogrullo diría que es alguien que tiene de qué hablar, de qué conversar. Esto no quiere decir que un ameno coloquio sólo puede darse entre eruditos (los eruditos a veces no saben conversar…), pero sí se requiere que la persona haya construido para sí misma y para el uso común un conjunto más o menos coherente y rico de principios, ideas y conocimientos, y que este conjunto sea algo personal, pues un mero repetidor de datos que no ha hecho propios no puede sostener una conversación fluida y natural. Si pertenece a este último tipo de personas, se tendría la sensación de estar departiendo con alguien que está leyendo un libro en voz alta. Cierta originalidad es parte esencial de una buena conversación.
Dios habla con Moisés Representación en la Catedral de La Rioja, España |
No necesariamente alguien que en sus lecturas haya recogido elementos sugestivos o llamativos es un buen conversador, pues para compartir un momento agradable con alguien, no solo es preciso decir cosas más o menos interesantes y poner atención a lo que de interesante el otro expresa, sino que también hay que tener en consideración los mil pequeños e importantes significados que se trasmiten por el lenguaje no verbal. Hay teóricos (no sabemos cómo lo midieron, pero es algo que se repite con frecuencia entre ciertos teóricos) que afirman que el 60% del mensaje en una comunicación persona-persona es no verbal, es gestual. No obstante, bien es cierto que la hoguera una buena conversación no se alimenta del leño de las banalidades y que buenas lecturas «procesadas» y asimiladas por el propio espíritu, aportan valiosas consideraciones que pueden ser expuestas en agradables intercambios.
Es claro que también se necesitan elementos comunes entre quienes conversan, ‘partículas’ que sirvan de puentes de unión, pues si -por ejemplo- el uno solo se interesa por astrofísica y el otro solamente por la música, entonces no existirá ese terreno común en el que se puedan conectar los interlocutores. Esos puentes pueden ser simplemente el interés del uno por los gustos o las apetencias del otro. Entretanto, como la buena conversación requiere reciprocidad, cada uno de los diferentes integrantes de la conversación deben buscar esos puntos de interés compartido con el otro, desde los cuáles se llegue al ser del otro. Sin reciprocidad no hay conversación.
La buena conversación es alimentada sobre todo por la caridad, y excelentemente por la caridad cristiana. Aquella que nos permite ver en la otra persona un semejante, también hecho a imagen y semejanza de Dios, alguien por tanto que lleva la huella de Dios, lo que constituye su ‘secreto’ y su constitutivo más interesante, lo más interesante a descubrir por medio de una conversación. Alguien que pertenece a nuestra misma familia humana y a quien debemos hacer el bien con nuestras palabras y gestos, como se lo haríamos a un hermano de sangre. Cuando eso existe en dos almas o tres, la conversación «muerde», encanta.
Nadie pensaría cubrir un buen chocolate con hiel, sino tal vez con una fina, sutil y delicada capa de miel. De la misma manera, no solo será nuestro mensaje, sino la forma como lo arropemos, la que podrá producir en el otro el gusto y el deseo de iniciar y mantener una buena conversación. Una vez más, es el deseo de dar lo mejor de sí al otro, por pura generosidad, fino fruto de la caridad cristiana.
Por Saúl Castiblanco
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1 Anton Chéjov, Cuentos imprescindibles – El Pabellón No. 6. Random House Mondadori. 2012
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