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La devoción del amor

Redacción (Viernes, 24-04-2015, Gaudium Press) ¡Amar y ser amado! Una cuestión que se impone a los hombres de todas las épocas. Hay varios tipos de amores.

Amor humano, amor divino: Fuimos amados primero, afirma el apóstol del amor, San Juan.

¡Sí! Dios nos amó desde el principio, porque ya existíamos en sus planes. Pues, como afirma Monsenhor João Clá, EP, citando a Santo Tomás, «el hombre puede sentir afecto o repulsa apenas por objetos cuya existencia conoce. Con Dios, entretanto, el fenómeno se da de forma diversa».

Él, afirma Santo Tomás, «conoce todas las cosas, no solo las que existen en acto, como también aquellas que están en su potencia o en la potencia de las criaturas. […] Su mirada recae desde toda eternidad sobre todas las cosas, como están en su presencia».

Nuestra creación es una elección hecha por puro amor, gratuitamente. Puesto que, agrega Monseñor João Clá, en el mundo de los posibles divino, nuestro Creador escogió a cada uno en particular, teniéndonos presente en su Redención.

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Alguien objetaría que una criatura, así, sería como Dios, pues existiría desde toda la eternidad. A esa objeción Santo Tomás explica que «aunque las criaturas no hayan existido desde toda la eternidad, sino en Dios, por haber existido en Dios desde toda la eternidad, Él las conoció desde toda la eternidad en su propia naturaleza; y por eso mismo las amó».

Es en el misterio de ese amor de un Dios hecho hombre, para salvarnos, que debemos considerar la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Pero, según Monseñor Clá Dias, corremos el riesgo de quedar muy por debajo del tesoro de bondad y misericordia que esa forma de piedad coloca a disposición de los fieles.

Porque el Corazón de Jesús es el tabernáculo más auténtico y substancial de las tres Personas de la Santísima Trinidad y, en consecuencia, no hay mejor medio de adorar al Padre, el Hijo y el Espíritu Santo que a través de Él.

En efecto, el Sagrado Corazón de Jesús, invocado en la letanía que le es dedicada como «unido substancialmente al Verbo de Dios», abarca de manera insondable ambas naturalezas de Cristo: la humana y la divina.

Así, con toda propiedad, es por su intermedio que Dios entra en contacto con nosotros, respetando nuestras proporciones y presentándose a nuestro alcance de manera a inspirarnos confianza. Y recíprocamente, adorando a Dios a través del Sagrado Corazón, utilizamos el altar más privilegiado, supremo incluso, para que nuestras oraciones asciendan al Cielo de manera a ser ahí recibidas con absoluta complacencia.

Símbolo por excelencia del amor infinito de Dios por los pecadores y la más conmovedora manifestación de su capacidad de perdonar, abrirse a la misericordia que de Él dimana constituye una segura fuente de salvación, porque, como acentúa el Papa Pío XII:

«Solo Aquel que es el Unigénito del Padre y el Verbo hecho Carne ‘lleno de gracia y de verdad’ (Jn 1,14), habiendo descendido hasta los hombres oprimidos de innúmeros pecados y miserias, podía hacer brotar de su naturaleza humana, unida hipostáticamente a su Persona Divina, un manantial de agua viva que regase copiosamente la tierra árida de la humanidad, transformándola en florido y fértil jardín».

¡Que nuestras almas puedan ser ese jardín fértil y florido bajo los rayos purísimos de esa Bondad Divina, porque Dios es amor!

Por Lucas Miguel Lihue

 

 

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