Redacción (Lunes, 27-04-2015, Gaudium Press) Todavía inmersos de lleno en el jubiloso tiempo pascual, no dejan de poblar nuestra mente algunas escenas vividas y sentidas hondamente durante el tiempo de Cuaresma y el Santo Triduo.
Quien escribe estas líneas pasó su cuaresma en las ciudades sudamericanas de Asunción y de Buenos Aires, donde la fe y la práctica religiosa están debilitadas en relación a los que fueron en épocas no lejanas; se ve por aquí una disminución de las manifestaciones de piedad popular que son tan ricas, en cambio, en la Madre Patria durante la Semana Santa.
En toda la península Ibérica tenemos magníficas celebraciones y procesiones, donde la fe y el buen gusto se dan cita para encantar a los cinco sentidos, y hacernos penetrar en el misterio del dolor y del triunfo de Cristo, experimentando así la ufanía de ser católicos. En ocasiones, el culto a Dios sale de los templos y gana la calle. Y los que no han tenido el privilegio de estar en España en esos tiempos fuertes, tienen la facilidad de conocer las bellezas de sus Semanas Santas a través de los medios de comunicación o el internet, o bien gracias al relato de algún amigo que tuvo la dicha de haber sido testigo ocular.
Tuve oportunidad de leer con provecho espiritual el Pregón de la Semana Santa Madrileña de la Hermandad y Cofradía de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder y María Santísima de la Esperanza Macarena, pronunciado por el empresario católico Don Manuel Pablos Leguspín.
En una parte de su texto, que más que prosa es poesía, reza el citado pregón: «La Cuaresma (acá podríamos añadir «y la Pascua») nos invita a responder también a nosotros, a todos y cada uno de nosotros, a estas preguntas fundamentales que no admiten la menor ambigüedad: ¿Somos fieles a Cristo o nos dejamos embaucar por otros dioses?, ¿Tenemos deseos de santidad, o nuestra religiosidad es mediocre, como de «andar por casa»?, ¿Somos testigos de nuestra fe en la vida ordinaria, en la familia, en el trabajo, en la Hermandad; o por el contrario, vivimos procurando que no se note mucho, pasando inadvertido, como llevando el antifaz que cubre mi pobre devoción avergonzada, todo el año?»
Aquí se pone el dedo en el blanco o, mejor, en la llaga; esas interpelaciones llegan directo a la mente y al corazón y nos conciernen a todos, seamos cofrades, adoradores o tan solo bautizados. ¡»Tan solo», como si fuese poco ser bautizado!
Más adelante, el orador se hace más contundente: «Fue precisamente, Don Manuel (se refiere al beato Manuel González, obispo andaluz apasionado por la Eucaristía)quien refiriéndose a la presencia de Nuestro Señor en el Sagrario escribió: «Una hora de silencio de Jesús en el Sagrario me enseña más la paciencia y la humildad que todos los discursos y libros de los sabios y de los santos en todos los siglos.
Callad, lengua mía, sentidos míos y potencias mías; callad, pasiones de mi carne y nervios de mi cuerpo; callad, recuerdos del pasado y ambiciones y deseos de lo por venir; callad, que voy a mi Sagrario a escuchar la voz dulce que no habla más que a las almas en silencio…»
Auxiliados por la reflexión del hermoso Pregón madrileño, volvamos a lo de siempre que a menudo falta y que es tan esencial en un adorador: el recogimiento silencioso ante el sagrario o la custodia donde está expuesto el Señor, y el combate contra un cierto respeto humano que diluye el esplendor del culto.
La religión no es un asunto de sentimientos. La fe revelada nos enseña que la hostia consagrada, en su simplicidad y blancura, vale infinitamente más que todas «las Macarenas», por más preciosas que sean, y que todos los «Grandes Poderes», así nos conmuevan hasta el derramamiento de las lágrimas.
La moraleja de estas citas y comentarios se resume en lo que sigue: la belleza y el ornato, en la variedad de sus manifestaciones, ayudan a hacer un marco adecuado a lo que es la esencia de la fe. Por eso, el Santísimo Sacramento pide un entorno que busque estar a la altura de la infinitud del misterio: silencios, flores, velas, incienso, tejidos, músicas… todo con buen gusto y de la mejor calidad.
No hablamos de lujos innecesarios ni de ostentaciones excesivas; se trata simplemente de la retribución generosa de las creaturas a su Creador. Porque ¿cómo es eso? ¿Para mí, ropa de marca, un buen auto, comida exquisita y mil otros cuidados (o caprichos), y para el Señor un entorno ordinario donde se ostenta el plástico u otras materias residuales? Por lo que a la música se refiere, lamentablemente a veces no se está lejos de la estridencia cacofónica o del sentimentalismo meloso. Esas cosas son como «el antifaz que cubre mi pobre devoción avergonzada». ¡Hay que testimoniar la fe con integridad!
Con razón habla el Pregón de «religión mediocre». La ambientación es muy importante en el culto eucarístico, ya que condiciona la adoración, lo queramos o no. Las creaturas existen para ayudar a elevarnos al Creador.
La sobriedad no se confunde con la mezquindad, ni la pobreza con la miseria. À tout seigneur tout honneur…
Por el P. Rafael Ibarguren, EP
Asesor espiritual de las obras eucarísticas de la Iglesia
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