Redacción (Miércoles, 29-04-2015, Gaudium Press) Un querido amigo nos pidió que fuésemos al aeropuerto el domingo anterior a recogerlo. Ante su solicitud, no lo pensamos dos veces, a pesar de que dos atrayentes conferencias de algunos de los más reputados autores de ficción de la actualidad iban a ocupar nuestra tarde, en algo que se nos había figurado como un interesante e instructivo paseo por el arte de la escritura.
Sin ningún pesar, pues, nos dirigimos al terminal, animados también porque el viajero provenía de un lugar que a pesar de los pesares significa aún para nos una fábula, un sueño, una poesía… París. Nuestro amigo traía los aromas de París.
‘Gentleman’ como es, en agradecimiento por nuestro gesto el amigo ya había dispuesto una fina cajilla, que en un primer vislumbre y de reojo se nos había antojado como una colonia, revelándose después como el lindo envoltorio de nueve de los más finos chocolates del mundo, de la chocolatería Marquise de Sevigné, en el número 11 de la Plaza de la Madeleine… en París.
Hemos de confesar que más pudieron las ganas que la debida temperancia, y esa misma noche, en compañía de un familiar, dimos buena cuenta de las delicias.
Aunque en todo momento quisimos hacer de su delectación algo solemne, en la ingesta de los tres primeros cometimos un error, que fue no leer la «carta de navegación» para la degustación de cada uno de los chocolates. Es bien verdad que en esos iniciales no dejamos de percibir que nos hallábamos ante un sabor realmente superior, posiblemente supremo, de una supremacía que sólo es percibida cuando se descubre y se penetra gradualmente en la sutilidad de los delicados y suavemente matizados sabores. Pero hubiera sido mejor que desde el inicio nos hubiésemos tropezado con un indiscutible hallazgo: En la parte superior interna de la caja, que por cierto estaba recubierta de un bello dorado, había un pequeño folleto explicando la composición de cada uno de los ricos chocolates de la marquesa de Sevigné.
«Praliné [que es una pasta de almendra confitada en azúcar caramelizado], con trozos de crêpe en encaje recubierta con chocolate negro», era la descripción del primero, el que venía envuelto en papel dorado en el que se estampaba el perfil de la marquesa; «Praliné de avellanas del Piamonte, recubierta con chocolate de leche»; «Ganche [que es la preparación base de las trufas], recubierta con chocolate negro»… así seguía la corta y sugestiva descripción de cada uno de los chocolates.
Fácilmente notamos que después de emprender el dulce esfuerzo de traducción del francés y de interiorización de esas descripciones, la degustación de los chocolates se elevó a un nivel superior. ¿Por qué? Creemos no errar si decimos que algo que era muy agradable pero meramente sensible, se transformó en un agradable sensible-intelectual, y por alcanzar zonas más profundas del espíritu, el deleite fue mayor, y más duradero. Además, el leer la descripción fue también el incentivo para intentar poner en palabras las muy agradables sensaciones que estábamos teniendo. Nuevamente, algo que era meramente sensitivo, buscaba convertirse en sensitivo-racional.
Haciendo un balance de la experiencia descrita, ella fue muy agradable, sin decir que fue grandiosa. Y hubiera podido ser incluso banal, si, enfermos de la agitación superficial y animalesca característica de este mundo moderno, cometemos el crimen de lesa suavidad de engullir esos superlativos chocolates como si fueran triviales dulces comprados en populares tiendas de barrio.
Entretanto, cuantos «chocolates Marquesa de Sevigné» hay que pasan delante de nuestros sentidos, y que nosotros consideramos con ojos de insignificancia, de superficialidad, o incluso de vulgaridad… Positivamente, no solo son las cosas, sino el «cómo» se ven las cosas.
En una afirmación que ciertamente será sentencia grabada en letras de bronce para uso de los siglos futuros, Plinio Corrêa de Oliveira decía que la realidad -y particularmente las bellas realidades- son solo los primeros acordes aprovechables para que a partir de ellos el espíritu humano descubra sublimes sinfonías de realidades maravillosas, trascendentes, celestiales. A partir de la realidad, y usando no sólo la facultad pasiva-sensible sino también las buenas apetencias y la razón, el ser humano con la ayuda de la gracia puede crear, puede imaginar, puede volar hacia un mundo superior. Quien interioriza y practica esta sentencia, vive su vida de otra manera, adquiere otra clave, otra perspectiva, se eleva a un alto mirador.
Tuvimos la sencilla y agradable fortuna de degustar un pequeño encanto. ¿Y si entonces esas golosinas fueran los primeros versos de un poema, que por ejemplo continúa con la descripción de damas y de caballeros moldeados al estilo «chocolates Madame de Sevigné»? Por ejemplo, ¿cómo sería un guerrero de ese talante? Más que un gladiador, estaría en la línea de un decidido, ágil y eficaz floretista, algo en la línea de los mosqueteros del Rey de Dumas. Pero él no viviría en constante acción; de él surgiría la acción repentina cuando deba ejercitarse, pero acción que cumplido su cometido, rápidamente regresa a un espíritu donde predomina la temperancia contemplativa, esa calma necesaria, por ejemplo, para bien degustar… los matices de un exquisito chocolate. ¿Cómo sería un castillo, un convivio, al estilo chocolates Madame de Sevigné?
Tal vez, eso es vivir. No es vivir el correr. Vivir es contemplar, rezar, y desde allí actuar, para después, y una vez más… contemplar.
Por Saúl Castiblanco
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