Redacción (Viernes, 15-05-2015, Gaudium Press) En lo alto del Sinaí Dios reveló a Moisés los Diez Mandamientos, los cuales – afirma el famoso exegeta Fillion – están en la base de toda verdadera civilización. Y sobrepujan infinitamente lo que las antiguas legislaciones contienen de más perfecto; nada de humano les podría ser comparado, y ellos justifican plenamente su celestial origen.
Moisés permaneció en el Monte Sinaí, en convivencia con Dios, durante «cuarenta días y cuarenta noches, sin comer ni beber agua» (Dt 9, 9). En vez de aguardar al profeta en espíritu de oración, el pueblo cometió un gravísimo pecado: la idolatría.
Los israelitas pidieron a Aarón: «…hacednos dioses que caminen a nuestra frente. Pues cuanto a ese Moisés […] no sabemos lo que ocurrió». El hermano del profeta acabó cediendo a ese pedido infame: mandó que todos trajesen sus aros de oro y, fundiendo el metal, hizo un becerro.
Aarón construyó también un altar, sobre el cual fue colocado el ídolo. Después de haber ofrecido al becerro de oro sacrificios, «el pueblo se sentó para comer y beber, y después se levantó para divertirse» (Ex 32, 6).
Esa diversión ciertamente caminaba para la indecencia, pues «las danzas orientales, sobre todo cuando asociadas al culto de los falsos dioses, degeneraban fácilmente en licenciosidad».
Quemar, triturar y reducir a polvo
Se percibe la pésima influencia de la idolatría de los egipcios sobre los israelitas, pues la figura del becerro fue escogida como recuerdo del buey Apis, adorado por aquel pueblo.
Cuando vivían entre los egipcios, ellos no buscaban convertirlos para Dios – no hicieron apostolado, diríamos hoy -, y así sus almas quedaron ablandadas y propensas al mal.
El Señor contó, entonces, a Moisés, lo que estaba haciendo aquel «pueblo de cabeza dura», y dijo al profeta: «Deja que mi ira se inflame contra ellos y Yo los extermine» (Ex 32, 9-10).
Moisés suplicó a Dios que perdonase aquella iniquidad, en memoria de la promesa que Él hiciera a Abraham, Isaac y Jacob. El Altísimo atendió al pedido del profeta, lo que muestra la importancia de un intercesor.
Josué, que había acompañado a Moisés en el Monte Sinaí (cf. Ex 24, 13), al oír clamores de voces, dijo al profeta que eran gritos de guerra. Pero el profeta afirmó que se trataba de cantorías del pueblo.
Cuando vio el becerro y las danzas, «Moisés quedó indignado, lanzó por tierra las tablas [de la Ley] y las rompió al sopé de la montaña. En seguida, se apoderó del becerro que habían hecho, lo quemó y lo trituró, hasta reducirlo a polvo. Después, mezcló el polvo con agua y lo dio de beber a los israelitas» (Ex 32, 19-20).
Necesidad de frenar las pasiones
«Moisés vio que el pueblo estaba desenfrenado, porque Aarón le había soltado las riendas» (EX 32, 25). Dios quedó tan indignado contra Aarón que deseaba sacarle la vida, pero Moisés intercedió por su hermano y él fue salvado (cf. Dt 9, 20). «El pueblo estaba desenfrenado…». Vemos, así, la necesidad de frenar nuestras pasiones, a fin de mantenerlas ordenadas; de lo contrario ellas nos conducirán a la práctica de las peores iniquidades.
Después, el profeta gritó: «¡Quien es del Señor venga hasta mi!» (Ex 32, 26). Todos los levitas se reunieron en torno a él, y Moisés ordenó que, con la espada, matasen los principales culpables de aquel crimen hediondo, incluso si fuesen sus parientes. Ellos obedecieron y fueron muertos cerca de tres mil hombres. Moisés, entonces, dijo a los levitas: «Hoy os consagrasteis al Señor […], para que os diese la bendición» (Ex 32, 29).
«La tribu de Levi, con ese acto de celo por la causa del culto de Javé, y ese acto de justicia […], mereció la dignidad del sacerdocio, como Finéias, el pontificado (Nm, cap. 25).»3
El varón de Dios retornó a lo alto del Monte Sinaí, y allá se quedó durante otros 40 días y 40 noches, sin comer ni beber (cf. Ex 34, 28). Talló dos tablas de piedra, donde Dios nuevamente grabó los Diez Mandamientos (cf. Dt 10, 1-2). Esas tablas fueron posteriormente, por orden del Altísimo, guardadas en el Arca de la Alianza (cf. Dt 10, 5).
Cuando Moisés descendió del Sinaí, su rostro emitía un brillo tan extraordinario que causaba miedo en los israelitas; por eso el profeta colocó un velo sobre la cabeza, retirándolo en el momento en que se comunicaba con Dios. Era un reflejo de la gloria divina, marcada milagrosamente en su fisionomía para confirmar su autoridad.
Parafraseando lo que afirma San Pablo respecto de los judíos de su tiempo, podemos decir que actualmente muchos individuos, por no llevar una vida conforme a los Diez Mandamientos, no comprenden el verdadero significado de la Sagrada Escritura, porque «un velo cubre el corazón de ellos. Pero todas las veces que el corazón se convierte al Señor, el velo es sacado» (II Cor 3, 15-16).
Que Nuestra Señora nos obtenga la gracia de aumentar nuestra Fe, y no nos dejemos influenciar por el ambiente de relativismo que hoy impera.
Por Paulo Francisco Martos.
Deje su Comentario