Redacción (Miércoles, 20-05-2015, Gaudium Press) Cómo es importante aquello que la persona deja entrar en su interior, específicamente esas ideas que se introducen e instalan en la cabeza. Ellas definen en buena medida la vida emocional del sujeto, pues existe un indisoluble matrimonio entre aquello que la gente piensa y en cómo se siente. Y esto repercute a su vez directamente en su conducta.
Por ejemplo, si hacemos memoria, es probable que sean varias las ocasiones en que hemos contemplado a personas de señaladas carencias económicas exhibir una radiante sonrisa al recibir un sencillo presente, un modesto regalo. Para ellos, esa des-pretensiosa botella de vino que apareció un día por arte de magia en la mesa era algo bien inesperado, no cabía en su panorama mental, y su arribo trae una brillante alegría. Cuántas veces hemos visto a personas que ‘lo tienen todo’ y a quienes la más mínima contrariedad -el no alcanzar una pequeña parcela de sus elevadas expectativas- las sumerge en la amargura, que puede ser profunda o muy amplia, que hace que su espíritu no difunda alegría y paz sino oscuridad e inquietud. En estos casos, como en muchos, constatamos que el estado de felicidad o el de tristeza, depende más que de las condiciones reales de vida de una u otra persona, de los esquemas mentales-emocionales presentes en cada uno.
Esquemas mentales que muchas veces no son conscientes, no son explícitos, sino que están allí, incubados, sin que la persona los perciba como estables o como vivientes. Pero esquemas de esos que tornan el panorama gris, y de paso exhalan el gris a la gente que nos rodea.
¿Es malo tener grandes expectativas, según lo anterior? De ninguna manera, entre otras razones porque de esa gran expectativa, sinónimo de gran ansia, ningún ser humano se salva, pues todos tenemos una sed de infinito puesta en nosotros por el mismo Creador. «Nos hiciste Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti», proclamaba para siempre, con sabiduría y belleza San Agustín.
Por ello es importante re-descubrir la presencia de Dios también en las múltiples maravillas grandes y pequeñas que nos rodean, o que nos llegan. A veces damos por sentado que esas maravillas nos son debidas porque sí, son ‘normales’, perdiendo con ello el encanto que ellas pueden ofrecernos, y de paso siendo así ingratos con el Creador de todas las simples y complejas maravillas.
Por ejemplo, la vida: esa gran maravilla que hace que ciertos seres tengan movimiento propio. Imaginemos un mundo excelente, de calles de cristal o de porcelana, de palacios cuyos muros fueran de jade, de alabastro y de las más espectaculares piedras preciosas y semi-preciosas. De castillos con cúpulas de mármol y granito pulidos, de ventanas de vitrales magníficos, con muebles de marfil, y de las mejores maderas, aromatizadas. Ciudades donde todo fueran grandes o pequeños palacios, de iglesias de ensueño de un trans-gótico aún no inventado, pero… sin vida. Esas ciudades no serían más que bellos cementerios, o incluso peor, pues en los cementerios hay aves, vuelan a veces entretenidos insectos. Y un cementerio por más lindo que sea, en sí no es algo enteramente bello, pues siempre se percibirá la carencia que es conexa a la muerte… La vida, pues, esa maravilla, que a veces olvidamos que es una maravilla.
Seguimos insistiendo, en algo ya expresado en artículos anteriores: la contemplación del universo es una puerta de entrada al contacto con Dios; y si algo cierra esa puerta es la agitación irracional propia a la vida del hombre moderno; una agitación impulsada por el egoísmo, por el orgullo, o por el deseo irrefrenable de físicos placeres.
Entendemos también que la contemplación es aburrida para aquel cuyo espíritu ya está abotagado o entumecido por la pasividad que genera el estilo corre-corre de vida moderno. Espíritu agarrotado, yerto, porque aunque el hombre corra, el cuerpo tal vez hiper-desarrollado es portador de una mente inactiva y que con el paso del tiempo resulta después atrofiada. ¿Y qué hace un espíritu atrofiado delante de una maravilla? En un primer instante, la persona de actividad sensible agitada pero de espíritu atrofiado fruirá de forma primaria el placer meramente sensible de la maravilla. Pero después, cuando el placer deba ser más de espíritu, cuando sea el momento de dar un salto hacia lo alto y describir con las propias palabras la maravilla sentida, o incluso de relatar en términos las propias sensaciones maravillosas que la maravilla produce, el espíritu atrofiado encuentra ‘oxidados’ sus propios instrumentos racionales, y no podrá deleitarse con ese placer mucho más profundo, el placer intelectual de la maravilla, un placer que abre las puertas a los sobrenaturales placeres místicos.
La persona así, difícilmente genera esquemas propios y enriquecidos para auscultar la realidad. Sus esquemas son muy simples, y muy básicos, muy de placer sensible-dolor sensible, muy de placer-desplacer físico, y fácilmente cualquier pequeño obstáculo o carencia física lo afecta por entero.
La convocatoria es, pues, a que con la ayuda de Dios, y pidiéndole la virtud de la temperancia, comencemos a desoxidar el también maravilloso mecanismo de nuestra razón, y de nuestra imaginación no meramente sensible sino unida a las palabras que describan las imágenes. Todo eso va unido a la contemplación.
¿Estaba yendo al aeropuerto a dejar a un amigo y Dios le obsequió un atardecer fenomenal? El atardecer aún tiene capacidad de atraer al alma predominantemente sensible. Pero busque en un segundo instante detener su espíritu un momento, quiera refrenar la máquina a todo vapor del ansia de las percepciones y palpitaciones meramente sensibles. Fruya en un primer instante sí el placer que le produce la maravillosa combinación de luces, nubes y tonos de colores del cielo maravilloso, pero después… intente describirlo con las propias palabras, intente plasmar en términos aquello que está sintiendo y viendo, para que esas maravillosas sensaciones permanezcan más en el espíritu.
Y todo ello para después volar a un Reino más perfecto, el imperio de la construcción de mundos posibles maravillosos más perfectos, tal vez irreales, pero a medio camino entre las maravillas de la tierra y las maravillas de cielo.
Por Saúl Castiblanco
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