Redacción (Miércoles, 27-05-2015, Gaudium Press) En días recientes un querido sacerdote nos envió (por vía cibernética, valga decirlo) una recopilación de caricaturas muy bien logradas sobre el preocupante poder avasallador de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Para la contemplación saludable de los lectores estampamos aquí una de ellas, que nos conmueve especialmente porque el afectado es un infante, quien no busca otra cosa que un relacionamiento personal hasta hace muy poco la cosa más normal del mundo, pero que hoy que se estrella contra el omnipresente muro del gran Ankar, del Estado cibernético.
Con la preocupación del avasallamiento incontenible de ciertas tecnologías en mente, harto prevenidos -tal vez por conocer la propia debilidad- contra esa agresiva invasión de pantallas y botones que va ocupando todos los espacios de nuestras vidas, no habíamos querido introducirnos en el clamoroso mundo del ‘Whatsapp’ a pesar de las varias insistencias que en ese sentido nos eran dirigidas (para los pocos y discriminados lectores que no sabrán que es ‘Whatsapp’, es un tipo de mensajería instantánea entre celulares, que puede desarrollarse entre dos o más personas. Incluye la posibilidad de envío de fotos, videos y audios. Hoy por hoy está perfeccionando su servicio de llamadas gratuitas… mejor dicho, la ‘panacea’).
Entretanto, las fuerzas se agotaron, terminamos por sucumbir. Hace unos meses, los integrantes de nuestro grupo de estudio de posgrado, después de conformar el equipo, armaron acto seguido un grupo de comunicación Whatsapp, y por más antediluvianos que fuésemos y quisiésemos ser, no tuvimos otra opción que plegarnos finalmente a la nueva y dichosa tecnología.
Al principio novato explorador forzado en la inhóspita selva whatsappiana, rápidamente fuimos siendo embriagados -y quiera la Virgen bendita no enviciados- con sus sutiles o vivos ‘encantos’. La facilidad de comunicación entre gente inteligente y agradable, que podía encontrarse a cientos o miles de kilómetros de distancia pero cercana en el Whatsapp; cierta precisión y concisión obligada por ser lenguaje escrito que aumentaba la densidad de las expresiones; cierta indefinición interpretativa y sugestiva de frases que ordinariamente no son muy largas y que permiten a la imaginación volar en diversos sentidos con base en el mismo texto; cierta libertad no invasiva de un mensaje de texto enviado que puede ser respondido instantáneamente o no; cierta tensión-eléctrica de la expectativa de la respuesta; eso y otras cosas que no hemos explicitado aún se fueron revelando como un gran atractivo: no es por acaso que millones y millones de personas están usando ese servicio.
«En todo caso por lo menos en el Whatsapp la gente no es pasiva, a diferencia de la televisión en donde lo único que hace es recibir lo que el ‘tirano-emisor’ envía. El Whatsapp puede incluso ser una cierta reacción al estilo comunicativo aturdidor tipo TV», me dije a mí mismo en un intento de racionalización justificativa del uso en que nos estábamos introduciendo. Entretanto, algo por allá en nuestro interior decía que el encanto tenía su precio, que no todo era color azul turquesa o lila restaurador en los Reinos del Whatsapp.
Buscando profundizar y analizar su encanto todavía misterioso, tuvimos recientemente una conversación con un inteligente amigo sobre el tema. Él nos contó que tuvo conocimiento de una investigación que, palabras más palabras menos, afirmaba que las conversaciones vía Whatsapp hacían tender a un estilo de comunicación no muy profundo, superficial, de frases cortas, de cosas meramente concretas sin mucha abstracción, sin mucha elevación, y un gusto por una comunicación de volumen pequeño y rápido, de amplitud corta. Que la comunicación tipo Whatsapp hacía tomar pereza de textos un poco largos.
En resumen muchas conversas «tipo Whatsapp» pueden ir alejando el espíritu de las conversas o lecturas tipo «Victor Hugo», e incluso «tipo libro de estudio cualquiera». La persona va tomando animadversión a las lecturas largas y un poco más densas, a los razonamientos lentos pero profundos, a las meditaciones elevadas pero deliciosas.
«Ahh… eso sí que no», nos dijimos. «Burrificarnos no. Viva Víctor Hugo y viva Proust (las cosas buenas de ellos, es claro). Esos clásicos han traído a nuestros espíritus momentos de los más deliciosos que recordemos. Y viva la gente con la que se puede conversar de esos temas, o análogos, gente que parece en vía de extinción».
«Menos Whatsapp y más Tolstoi; menos Whatsapp y más San Agustín», es ahora nuestra consigna. Entretanto ahí sigue el atrayente Whatsapp, haciendo relucir pícaramente sus encantos. Sin embargo, con la gracia de Dios, whatsapp sí, cuando necesario, pero en muy estrechos límites.
Y menos Whatsapp también para no perder el contacto personal; para seguir contemplando a Dios en la maravilla del relacionamiento con sus criaturas racionales…
Por Saúl Castiblanco
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