Redacción (Martes, 02-06-2015, Gaudium Press) Milagro por excelencia -después del que se realiza en la transubstanciación- es la conversión de un alma. De hecho, un cambio de vida radical, que equivale a un nuevo nacimiento, es algo mayor que curar un enfermo o que resucitar a un muerto. Es, propiamente, una nueva creación.
Nos encanta una vida impecable que desde sus orígenes sigue la misma trayectoria de integridad. Pero cuando pensamos en penitentes como Santa María Magdalena, el apóstol San Pablo o San Agustín, no dejamos de impresionarnos y de sorprendernos; verdaderamente la gracia de Dios es omnipotente. Impresión… y alivio: ¡yo también puedo transformarme y renacer!
Hay figuras de conversos que han marcado profundamente su tiempo. Hoy queremos detenernos en la del Venerable Fray Agustín María del Santísimo Sacramento, cuyo nombre en el siglo fue Hermann Cohen. Se trata de un apóstol de la Eucaristía y fundador en Francia de la Adoración Nocturna. Su semblanza contribuirá a afirmar en nuestras almas el amor al sacramento Eucarístico que está en el origen de su conversión.
Nuestro héroe, impío empedernido en sus primeros años y observante fraile carmelita después, nació en Hamburgo en 1820 en el seno de una familia judía. Niño prodigio, se apasiona por la música y comienza a componer a la edad de ocho años. Fue discípulo predilecto de Franz Liszt.
En su adolescencia y juventud, personajes destacados y anticatólicos de su tiempo fueron sus más íntimos amigos: su maestro fue Felicité de Lamennais, sacerdote que acabó en la apostasía. George Sand (pseudónimo), escritora adultera que vivió sucesivamente con Mérimée, Musset, Chopin y con algún otro, lo tenía como su paje inseparable. Admirador de Voltaire y de Rousseau, se relacionó con el filósofo ateo y anarquista ruso Bakunin que frecuentaba los salones en boga de la Europa de entonces.
Hasta que, en 1847, cuando tenía 26 años, su vida cambia totalmente. Dirigiendo ocasionalmente un coro en una iglesia de París, al ser dada la bendición con el Santísimo Sacramento, experimenta (son sus palabras) «una extraña emoción, como remordimientos de tomar parte en la bendición, en la cual carecía absolutamente de derechos para estar comprendido». No obstante, siente «un alivio desconocido».
Pocos días después, estando en Ems, Alemania, asiste a una Misa dominical. Este es su valioso testimonio: «Allí, poco a poco, los cánticos, las oraciones, la presencia -invisible, y sin embargo sentida por mí- de un poder sobrehumano, empezaron a agitarme, a turbarme, a hacerme temblar. En una palabra, la gracia divina se complacía en derramarse sobre mí con toda su fuerza. En el acto de la elevación, a través de mis párpados, sentí de pronto brotar un diluvio de lágrimas que no cesaban de correr a lo largo de mis mejillas… ¡Oh momento por siempre jamás memorable para la salud de mi alma! Te tengo ahí, presente en la mente, con todas las sensaciones celestiales que me trajiste de lo Alto… Invoco con ardor al Dios todopoderoso y misericordiosísimo, a fin de que el dulce recuerdo de tu belleza quede eternamente grabado en mi corazón, con los estigmas imborrables de una fe a toda prueba y de un agradecimiento a la medida del inmenso favor de que se ha dignado colmarme… Al salir de esta iglesia, era ya cristiano. Sí, tan cristiano cómo es posible serlo cuando no se ha recibido aún el santo bautismo».
Hermann recibe el sacramento del bautismo y al año siguiente funda, con otros pocos caballeros, la Sociedad Nocturna de Adoración del Santísimo Sacramento con la aprobación de Monseñor de La Bouillerie, Vicario de París. La primera Vigilia Nocturna se realiza el 6 de diciembre de 1848. Sus nuevas relaciones y amistades son bien opuestas a las de su primera juventud: Pedro J. Eymard, Juan M. Vianney, Bernardita Soubirous, Pío IX…
En 1849 profesa como carmelita descalzo en Francia. Más tarde viaja a Londres donde funda el Carmelo y difunde con ardor el amor a la Eucaristía y a María; (por entonces, Marx publicaba en esa ciudad El Capital…). Fray Agustín María del Santísimo Sacramento entregó su alma a Dios estando exilado en Suiza en 1871.
En su fecundo ministerio, no predicó jamás sin hablar del misterio de la Eucaristía; a ello se había comprometido por un voto particular, que nunca defraudó. Cierta vez escribió: «Tan sólo conozco un día que sea más hermoso que el de la primera comunión, es el día de la segunda comunión, y así sucesivamente».
Todos sus escritos tienen un marcado timbre de piedad y de entusiasmo. Otro ejemplo: «¡Oh, Jesús! ¡Oh, Eucaristía, que en el desierto de esta vida me apareciste un día, que me revelaste la luz, la belleza y grandeza que posees! Cambiaste enteramente mi ser, supiste vencer en un instante a todos mis enemigos… Luego, atrayéndome con irresistible encanto, has despertado en mi alma un hambre devoradora por el Pan de vida y en mi corazón has encendido una sed abrasadora por tu Sangre divina… Y ahora que te poseo y que me has herido en el corazón, ¡ah!, deja que les diga lo que para mi alma eres… ¡Jesucristo, hoy, es la sagrada Eucaristía!»
Mucho más se podría decir de este admirable propagador eucarístico, pero no es posible hacerlo en el exiguo espacio de un modesto artículo. Su testimonio de vida, sus emprendimientos apostólicos, sus escritos espirituales y hasta sus composiciones musicales son de un exquisito valor. Cuatro cánticos de su autoría merecen ser citados: Gloria a María, Amor a Jesús, El Tabor y Flores del Carmelo.
Espléndida ¡y cuán verdadera! es su profesión de fe: «Jesucristo, hoy, es la Sagrada Eucaristía».
Por el P. Rafael Ibarguren EP, Asistente eclesiástico de las obras eucarística de la Iglesia
Asunción, Paraguay, 1 de junio de 2015
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