domingo, 24 de noviembre de 2024
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Arco que une a los hombres a Dios

 
 

Redacción (Viernes, 12-06-2015, Gaudium Press) Cada Celebración Eucarística es un acto de alabanza a Dios y nos hace sentir, a pesar de nuestra indignidad, hijos amados por Él. La Sagrada Eucaristía -ese don que Cristo nos da para que tomemos conciencia de nuestra humanidad, de nuestros propios límites, pero al mismo tiempo de la grandiosidad de su amor por nosotros- nos muestra cómo nos ama verdaderamente de modo especial. Jesús no tiene nada que pedirnos, sólo darnos. Hasta dio su propia vida por amor a nosotros.

Esto nos lleva a sentir siempre más la pequeñez de nuestra naturaleza y la grandeza de Dios. Y el hecho de que hoy estemos reunidos aquí para llevar a cabo la ceremonia de ordenación presbiteral de doce diáconos nos hace sentir aún más ese amor de Dios para con nosotros.

Responsabilidad y grandeza

Queridos amigos, al principio de esta celebración, he observado los artísticos arcos que se ven en esta basílica, todos muy bonitos. Y me vino a la mente una comparación: son como debe ser el sacerdote. Así como el arco une dos columnas, el sacerdote une a la humanidad a Dios y a los hombres entre sí. Nosotros los sacerdotes debemos tener esas dos características: tener la mirada vuelta hacia lo alto, pero sin olvidar lo que está a nuestro alrededor.

La cruz es algo extraordinario, porque nos muestra lo que debemos hacer, especialmente nosotros, llamados a mirarla siempre como el instrumento de nuestra redención. Esta cruz, que es horizontal y vertical al mismo tiempo, nos convoca a mirar hacia lo alto, para poder después mirar a nuestro alrededor; a tener nuestro corazón orientado hacia el Señor, a fin de que podamos dar a nuestros hermanos el amor de Dios.

El sacerdote es una imagen de Cristo para la humanidad. Ha de ser alter Christus. Verdad asustadora ésta, ¡pero maravillosa! Cristo quiere estar presente en todos los momentos de nuestra vida, dentro de nosotros, en nuestra humanidad, y elige a pobres personas como nosotros.

Nunca me imaginé que sería elegido para el sacerdocio. No tengo nada de especial, no tengo inteligencia, no poseo cualidades, pero Dios ha querido elegirme, sabiendo muy bien que Él iba a transformarme, con la condición de que yo fuera dócil a su voluntad, me dejara modelar por sus divinas manos, como la arcilla de la cual el alfarero saca un bonito jarrón. Así, el sacerdote debe ser una masa en las manos de la Providencia, ser dócil para que Dios modele en él su propia imagen, hacer de él un instrumento apto a dispensar a los demás la gracia divina. Hoy se habla mucho de clonación. Que Cristo pueda «clonarse» en cada uno de nosotros, de manera que los demás puedan verlo a través de nosotros.

¡Cuánta responsabilidad, pero también cuánta grandeza! ¡Y cuánta humildad se requiere para guiarnos en nuestra misión!

Vuestra fuerza está en la Eucaristía

La primera lectura habla de algunas características del presbítero: «Revestíos todos de humildad en el trato mutuo» (1 P 5, 5). Y yo añadiría hoy: revestíos de humildad también en vuestras relaciones con Dios. A menudo nos creemos superdotados, súper inteligentes e incluso pensamos que no necesitamos rezar más porque ya lo tenemos todo… Y nuestras relaciones con Dios se presentan como algo innecesario, por el hecho de que ya lo tenemos todo. Tengamos la humildad de considerarnos siempre inútiles ante Dios; de reconocer que necesitamos siempre pedirle las gracias indispensables para dar testimonio de Él; de saber que, a pesar del don del sacramento del Orden, tenemos que ser siervos y no patrones ni maestros.

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Presentación de los candidatos antes de la ordenación

Continúa la lectura: «Sed sobrios, velad» (1 P 5, 8). ¡Ser sobrios y ser vigilantes! Hemos de tener esa vigilancia porque el mundo parece ir contracorriente, parece que ya no tiene valores ni verdaderos sentimientos, ni siquiera tiene ese sentido de mirar a lo alto: sólo mira alrededor. Por lo tanto, debemos ser vigilantes y sobrios. ¿Cómo? Mirando siempre hacia lo alto, permaneciendo unidos a Cristo en la Eucaristía. En ella está vuestra fuerza.

«A las almas, las convertimos de rodillas», decía San Carlos Borromeo. Es decir, por la oración. Que en vuestra vida, por tanto, nunca falte ese valioso recurso.

Sin oración, la acción será una actividad humana, del sacerdote, no de Dios en beneficio de los demás. Luego permaneced siempre en contacto directo con Él, rezad continuamente, pidiéndole fuerzas para cada uno de vosotros. Sobre todo manteneos unidos a Cristo en la Eucaristía. El encuentro personal con Jesús Eucaristía sea el momento más importante de la vida de cada sacerdote.

Tened en cuenta que en breve todos vosotros, nuevos sacerdotes, seréis las manos de Cristo, los ojos, los oídos, la boca de Cristo. Y debéis haceros dignos de esa inmensa gracia, porque los fieles quieren ver en la persona de cada uno de vosotros al alter Christus. En cada sacerdote -no temo decirlo- quieren ver a un hombre extraordinario. Dios os ha elegido para que seáis hombres extraordinarios; tenéis, por tanto, el deber de serlo.

Insisto entonces, por amor de Dios, que la Eucaristía sea el momento más importante de vuestra vida. Porque Nuestro Señor Jesucristo es el primero y el último, es el principio y el objetivo final de vuestras acciones del día a día y de toda vuestra existencia.

Sed totalmente de Dios

Encontraréis dificultades, sin duda, no nos hagamos ilusiones a ese respecto, el mundo nos pone dificultades. Pero si estáis unidos a Cristo y, sobre todo, si miráis hacia la Virgen María, Madre de Dios y nuestra, Ella os ayudará y hará que esas dificultades fortalezcan todavía más vuestra entrega a Dios, vuestra decisión de ser enteramente de Él y así estar totalmente al servicio de los hermanos, de ser el arco, el puente entre ellos y Dios.

Afirmó San Agustín en uno de sus sermones: «Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano» (Sermo CCCXL, n.º 1: ML 38, 1483). A partir de ahora seréis sacerdotes de Dios para beneficio del pueblo, seréis intermediarios entre Dios y la comunidad. Sed siempre dignos. Puedo deciros, con humilde sinceridad, que os acompañaré a cada uno de vosotros en este camino en el cual ciertamente encontraréis obstáculos. Y vosotros sacerdotes debéis acompañarnos con vuestras oraciones a nosotros los obispos, que tenemos mayores responsabilidades. Esta ayuda mutua hace que estemos más unidos y podamos trabajar juntos por el bien de la Iglesia y de la humanidad, para que el Reino de Dios esté presente siempre en nosotros.

¡Felicidades, queridos amigos! Sigamos adelante, confiando en que Nuestra Señora Aparecida coja a cada uno de nosotros de la mano y nos acompañe en esta caminata de la Iglesia a través de los siglos, para poder ser auténticos pastores e hijos
de Dios.

 

(Homilía de Mons. Giovanni d’Aniello, Nuncio Apostólico en Brasil, en la basílica de Nuestra Señora del Rosario, 25/4/2015 – Traducción del texto transcrito de la grabación, sin revisión del autor)

 

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