Redacción (Lunes, 15-06-2015, Gaudium Press) Ha disminuido considerablemente en el mundo católico el número de campaneros de iglesia. Era un oficio sin títulos ni precisaba de mucha sabiduría. Ni siquiera dotes musicales singulares. Se trataba de gente del común, generalmente piadosos colaboradores del párroco y que incluso se trasmitían de padre a hijo o al menos entre parientes y conocidos, los discretos conocimientos del arte tan popular, tan provinciano, tan simple y pueblerino pero tan cargado de esa belleza modesta y casta como casta es la campana.
Campanario de la Catedral de Córdoba, España |
La campana del pueblo o del barrio era el sonido referencial de muchos acontecimientos frecuentemente no trascendentales pero significativos para el vecindario. Hoy el bronco y constante rugir de motores encendidos por todas partes ahoga ese sonido que resuena todavía en el corazón de la infancia de casi todos los católicos del mundo. Llamaba a misa, anunciaba la Resurrección del Señor en la Eucaristía de Gloria, doblaba dolorosamente «a finados», en algunas iglesias señalaba en la misa diaria el solemne momento de la Consagración cuando el pan y el vino se hacen cuerpo y sangre de Jesús. También campanas de Navidad que resonaban con una alegría especial o invitaban a una celebración litúrgica particular.
Los poetas románticos alcanzaron a convertir en versos muy bonitos tantos imponderables de las campanas, el campanario y el doblar de ellas en lo alto de las torres. De ninguno que sepa ha quedado alguna alusión al humilde campanero de Dios, el alma de ese sonido que aunque tantas veces llevó su oficio rutinariamente y quizá con la atención puesta en otras cosas mientras las hacía sonar, nunca dejó de ser un hijo del Señor cumpliendo obedientemente su deber que nadie le impuso y al cual se sentía íntimamente unido solamente por amor a la Iglesia, lealtad con su párroco y solidaridad con su vecindario. El mismo amor de Dios del que todos participamos sencillamente desde que fuimos bautizados y hace que nos veamos y amemos como hermanos.
Hermano campanero de la parroquia que no necesita ser un santo pero que por su oficio una bendición ciertamente recibe sin que lo perciba, porque Dios nos agradece todo, y todo nos lo recompensa amorosamente. Es muy probable que las campanas no desparezcan de la vida de parroquia mientras se sigan construyendo iglesias, pero sí se corre el riesgo de que algún día ya no tengamos campaneros. Sobre todo campaneros del «arte del campaneo», que dicen todavía pervive en algunas ciudades y pueblos de Europa incluso con concursos establecidos, registrados y premiados.
En el bello libro de Michel Morpurgo, «Caballo de guerra», Albert, el joven dueño del animal que narra su historia, reparte su tiempo entre ayudar a su padre en las labores de la granja y tocar las campanas de la iglesia del pueblo, un detalle de la novela que alegraba el corazón de su caballo y de paso delata la limpieza de alma de aquel muchacho que se hace soldado para intentar rescatar su noble amigo involucrado en la caballería de la Primera guerra mundial. Ser el campanero de su iglesia puede llegar ser una buena recomendación laboral en la hoja de vida de cualquiera.
Por Antonio Borda
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