Redacción (Martes, 23-06-2015, Gaudium Press) Como la Santa Madre de Dios, de él también se celebra la fecha de los dos nacimientos: para la vida terrena, el 24 de junio, y para la vida eterna el 29 de agosto. Además, San Juan y María Santísima eran parientes cercanos.
Desde el Antiguo Testamento encontramos trechos que se refieren a San Juan Bautista, el Precursor: estrella de la mañana que con su brillo excedía el brillo de todas las otras estrellas y anunciaba la mañana del día bendecido, iluminado por el Sol espiritual de Cristo (Mal. 4:2). Ver Isaías.
A causa de sus predicaciones, San Juan fue rápidamente puesto como profeta. Aquella categoría de hombres especialmente escogidos por la Providencia que, hablando por inspiración divina, anuncian los acontecimientos, escuchan e interpretan los pasos del Creador en la historia, orientando el caminar del pueblo de Dios.
Los Santos Evangelios se refieren a él como uno de esos hombres. Tal vez como siendo el mayor de ellos (Lc 7, 26-28), toda vez que con San Juan Bautista la misión profética alcanzó su plenitud y él es uno de los enlaces entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.
Los otros profetas fueron un preanuncio del Bautista. Sólo él pudo presentar al propio Nuestro Señor Jesucristo en persona como siendo el Mesías prometido, el Salvador y Redentor de la humanidad.
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El Evangelista San Lucas nos cuenta que Juan, el «Bautista», el «Precursor», nació en una ciudad del reino de Judá, cerca de Hebron, en las montañas, al sur de Jerusalén y que era descendiente del santo patriarca Abrahán, iniciador de la historia del pueblo de Israel.
Su padre fue sacerdote, San Zacarías (de la generación de Aarón) y su Madre fue Santa Isabel (de la generación de David), prima de la Virgen María , Madre de Nuestro Señor Jesucristo.
San Lucas resalta también las circunstancias sobrenaturales que precedieron el nacimiento de San Juan Bautista: Isabel, estéril y ya anciana, vio posible realizar su justo deseo de tener un descendiente cuando el arcángel San Gabriel anunció a Zacarías, su esposo, que ella daría a luz un hijo. El niño debería llamarse Juan y sería precursor del Salvador.
Por la gracia de Dios el niño no fue muerto en la masacre de los inocentes cuando miles de niños fueron asesinados en la región de Belén, regida por Herodes.
Algunos meses después de quedar embarazada, Isabel recibió la visita de Nuestra Señora: «María se levantó y fue a prisa a las montañas, a una ciudad de Judá. Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel».
Ahora, apenas Isabel escuchó el saludo de María, la criatura se estremeció en su seno; e Isabel quedó llena del Espíritu Santo.
Y exclamó en alta voz: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre.¿De dónde me viene esta honra de venir a mí la Madre de mi Señor? Así que la voz de tu saludo llegó a mis oídos, la criatura se estremeció de alegría en mi seno.» (Lc 1:39-44).
Esas circunstancias, impregnadas de un clima sobrenatural, fueron preparadas sabiamente por la Divina Providencia para que el papel de Juan Bautista fuese realzado como precursor de Cristo. Esos hechos acontecieron cerca del año 5, antes de Cristo, en el territorio donde habitaba la tribu de Judá.
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Todavía en su juventud, Juan se retiró al desierto. En ese ambiente austero, recogido y apartado de los hombres se preparó para su misión. Vestido con pieles de camello y un cinturón de cuero, alimentándose con miel silvestre y langostas.
Con ayunos y oraciones, se puso enteramente en la presencia del Altísimo, llevando una vida extremadamente coherente con sus enseñanzas. Permaneció en el desierto hasta cerca de los treinta años, cuando inició sus predicaciones en las márgenes del río Jordán.
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La importancia del papel de San Juan Bautista reside en el hecho de haber sido el «precursor» de Cristo. Fue él la voz que clamaba en el desierto anunciando la llegada del Mesías, no cesando, jamás, de llamar a los hombres a la conversión: «Arrepentíos y convertíos, pues el reino de Dios está cerca». En sus predicaciones insistía siempre para que los judíos, por la penitencia, se prepararan, pues estaba cerca la llegada del Mesías prometido.
Juan pasó a ser conocido como «Bautista» a causa de la importancia que daba al bautismo, un ritual de purificación corporal donde la inmersión en el agua simbolizaba el cambio de vida interior del bautizado.
No dejaba nunca de alentar a sus oyentes y discípulos: «Después de mí viene un hombre que pasa delante de mí, porque antes de mí él ya existía! Yo tampoco lo conocía, pero vine a bautizar con agua para que él fuese manifestado a Israel».
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Juan predicó también en la corte de Herodes Antipas, tetrarca de Galilea.
Fue a quien él tuvo oportunidad de denunciar la vida escandalosa que el gobernante llevaba. Y fue también esa denuncia que sirvió de motivo para que Juan Bautista fuera preso.
Él no fue condenado a muerte en esa ocasión porque el tetrarca sabía de la popularidad del ya muy conocido predicador y temía la reacción del pueblo frente a esa medida extrema.
Pero, como lo relata el evangelista San Marcos (6: 21-29), sucedió que durante las conmemoraciones del aniversario de Herodes, Salomé, hija de Herodías – mujer con la cual el gobernante mantenía una relación irregular e inmoral – agradó tanto al aniversariante que éste prometió atender cualquier pedido que hiciera la joven.
Instigada por la madre, ella pidió la cabeza de Juan Bautista. Herodes cumplió lo que había prometido: mando degollar a Juan Bautista y su cabeza fue traída en una bandeja y entregada a Salomé.
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«Entre los hijos de mujer, nadie sobrepasa a Juan Bautista» (Lc 7,28): la vanidad, el orgullo, la soberbia, jamás encontraron lugar en su corazón.
Por causa de su austeridad y de su fidelidad cristiana, él fue confundido con el propio Jesucristo, pero, inmediatamente, él respondía: «Yo no soy el Cristo, pero fuí enviado delante de él». (Juan 3,28) y «no soy digno de desatar la correa de sus sandalias». (Juan 1,27). Juan bautizó a Jesús, aunque no quisiese hacerlo, diciendo: «Yo soy el que tengo la necesidad de ser bautizado por tí y tú vienes a mí?» (Mt 3:14).
Cuando sus discípulos vacilantes no sabían a quién seguir, él apuntaba en dirección de aquél que es el único camino: «Es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». (Juan 1,29).
Y daba testimonio de Jesús: «Yo ví al Espíritu descender del cielo, como paloma, y permanecer sobre él. Pues yo no lo conocía, pero quien me envió me dijo: Aquél sobre quien veas el Espíritu descender y permanecer, es el que bautiza con Espíritu Santo. Yo ví, y por eso doy testimonio: ¡él es el Hijo de Dios!»
(Tomado de Vida de Santos, Padre. Rohrbacher, Volumen XI)
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