Redacción (Jueves, 25-06-2015, Gaudium Press) Se cuenta que Turenne, cuando tenía apenas sus siete años, desapareció de casa. Al ponerse a buscarlo, su padre lo encontró reclinado a los pies de un cañón. Queriendo asustarlo, tal vez para reparar el susto que había dado a la familia, el padre le gritó:
– ¡Cuidado, enemigo!
Y para sorpresa del padre, el pequeño, poniéndose de pie, con una prontitud única, exclamó:
– ¿Dónde está, para que yo pueda combatirlo?
De hecho, era un hombre de valor, aunque en potencia, digno, ya revelando lo que fue en el futuro: el gran general de las tropas de Luis XIV.
Realmente, a esta posición de lucha, ningún hombre escapa, conforme tan bien lo expresó Job, en el momento en que bebía la copa amarga del sufrimiento: «¿acaso no es una lucha la vida del hombre sobre la tierra?» (Job 7, 1) Por tanto, si hay lucha, hay enemigos, y existen en abundancia. Pero, no necesitamos ir lejos para buscarlos. Basta mirar en nuestro interior para luego percibir las miserias heredadas del pecado original, un verdadero campo en el cual tenemos que trabar la primera batalla. Y los males nos miran como diciendo: «¡Al combate! ¡O tu luchas, o te tragamos!» Y el alma comienza el doloroso recorrido de la vida.
Ahora, para las almas verdaderamente justas, la vida es un combate no apenas para no ser tragadas por el torbellino del infortunio, sino es para tornarse agradables a Dios en la lucha contra el mal. ¿Qué mal?
Nos enseña la teología que los principales enemigos del hombre son: el demonio, el mundo y la carne. Para fuertes enemigos, tal sería que Dios no dispusiese de fuertes auxilios.
La vida de perfección fundada por Nuestro Señor Jesucristo nada más es que una preciosa contribución para alcanzar la salvación. Los votos de castidad, pobreza y obediencia son los auxilios por donde el hombre se substrae de la herencia del pecado, que son las concupiscencias, para tornarse digno heredero del Reino de los Cielos.
Como nos es imposible discurrir sobre cada uno de los votos que un religioso profesa en tan pocas líneas, trataremos apenas de la pobreza, como lenitivo de las pasiones que nos prenden a los bienes de la Tierra, no prescindiendo del auxilio de la gracia.
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Una vez, mientras Santa Gema apreciaba algunas joyas puestas sobre un escritorio, le apareció por primera vez su Ángel de la Guarda, luminoso y radiante que le dirigió la palabra: «una hija de Dios es tan rica que no precisa de joyas pasajeras».
Por estas palabras, entendió que se trataba de meros objetos insignificantes, cargados de cierto vacío, conforme dice el Eclesiastés: «vanidad de las vanidades, todo es vanidad». (Ecl 1, 2) Y a partir de este día, nunca más se adornó.
¡Qué bella lección para nosotros! Desprenderse de aquello que nos hace vanidosos. Pues bien, esta también es una forma de practicar la virtud de la pobreza.
Conforme reza la teología, la pobreza obliga al religioso a tres cosas fundamentales 1:
1º No poseer nada como propio.
Bajo el punto de vista tratado, nos cabe aquí un examen de consciencia. ¿Cuántas veces nos apropiamos de los dones que Dios nos dio para su glorificación? Con razón exclama el Apóstol: «¿qué tienes que no hayas recibido?» Todo lo que Dios puso al servicio del hombre, la creación que lo rodea, es un regalo para que de ella use.
Ahora, la diferencia que va entre las cualidades naturales de alguien, físicas o psicológicas, y las criaturas, está apenas en el sujeto en que residen. Estas están en el universo, aquellas; en el hombre. Por tanto, la misma razón existente para desprendernos de los bienes temporales, vale para desapegarnos de nosotros mismos, valiendo el principio de que «nuestro cuerpo está herido de muerte», y siendo pasajero no hay porque de él apegarnos. «Porque nada trajimos al mundo, como tampoco nada podremos llevar. Teniendo alimento y vestuario, contentémonos con esto». (1 Tm 6, 7-8)
2° No disponer de nada sin autorización
Aquí cabe otra aplicación. Si un religioso incurre en el pecado de robo, cuando se apropia de un objeto sin autorización, del mismo modo todo hombre incurre en el robo a Dios, alegando como suyo lo que a Él pertenece.
¡Por eso, no debemos disponer de nuestras cualidades para aparecer bien a la gloria mundana! Hagamos todo solamente para Dios, porque en el momento oportuno Él nos exaltará (1 Pd 5, 6), si la obra hecha, de hecho, merece la alabanza.
3° Vivir pobremente a ejemplo de Cristo
Nuestro Señor Jesucristo nos invita constantemente a no sumergirnos en el aprecio por las cosas terrenas, y de esto nos dio el ejemplo con su vida: escogió para nacer no un rico palacio, sino una gruta; no quiso una ciudad importante, prefiriendo los pequeños suburbios de Belén; no quiso ser conocido sino después de treinta años de vida oculta. Cuando los fariseos lo despreciaban en el Sanedrín o lo difamaban, Él no se incomodó por intentar quitarles la gloria delante del pueblo; al ser elogiado remitía al Padre. En el momento de la muerte, no temió el castigo ignominioso, derramó hasta la última gota de su Preciosísima Sangre, y no se apegó a su mayor tesoro, María Santísima, legándola al discípulo amado.
Llevando todo a las últimas consecuencias, el Redentor cumplió su misión: estaba restablecido para el hombre el Reino de la Gracia, del perdón.
¿Y nosotros qué damos por Nuestro Señor? ¿Somos capaces de desprendernos enteramente de las cosas fútiles para abrazar la vía de la gracia, de lo sobrenatural?
Cuidemos, por tanto de no apegarnos a esta tierra, pues «el mundo es toda atracción que el conjunto de las criaturas ejerce para desviar de ese punto que es la gracia santificante» 2.Oigamos, esto sí, la voz del Divino Maestro que susurra en nuestro interior: «Hijo, mi gracia es un don precioso; ella no sufre mezcla de cosas extrañas, ni consolaciones mundanas. […] No podéis al mismo tiempo, tratar conmigo y deleitarte en cosas transitorias». 3
No nos desanimemos, pues, si es verdad que los enemigos están tan próximos de nosotros, es bien verdad que los tesoros y las verdaderas riquezas residen también en el interior de nuestra alma, desde que nunca la maculemos: «tenemos este tesoro en vasijas de barro». (2 Cor 4, 7)
De ahí entendemos este aspecto sublime de la pobreza, que caracteriza la verdadera riqueza: abandonarnos a la nada, para poseer aquello que es todo: la gracia, el Reino de los Cielos, el propio Dios.
Por la Hna. Maria Cecília Veas, EP
(Del Instituto Filosófico-Teológico Santa Escolástica)
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1 ROYO MARÍN, Antonio. Teología de la perfección cristiana. Madrid: BAC, 1998, p. 862-863.
2 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Apud. João Scognamiglio Clá Dias. Reuniões de formação sobre a Graça -1996, São Paulo, p. 66.
3 TOMÁS DE KEMPIS. Imitação de Cristo. Livro III, cap. 53
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