Redacción (Lunes, 29-06-2015, Gaudium Press) ¿Qué quiere decir adorar? En griego (proskynesis) significa el gesto de acatamiento, el reconocimiento de Dios. Y en latín, (ad-oratio) es traer a la boca, besar, abrazar y, por tanto, dar afecto, dilección. La adoración eucarística es, pues, sumisión y amor a ese Dios con nosotros.
En el empeño que tenemos los adoradores de dar todo el reconocimiento que cabe al Santísimo Sacramento, nos compete valorar especialmente la importancia del culto eucarístico fuera de la Misa ¿Por qué?
La trascendencia de la celebración de la Santa Misa salta a los ojos. Es un momento sagrado en que las ofrendas del pan y del vino se transubstancian en el Cuerpo y la Sangre de Cristo por las palabras de la consagración pronunciadas por el sacerdote que actúa «in persona Christi». Esto quiere decir que el celebrante no solo lo hace en nombre o en substitución de Cristo, sino en la identificación sacramental con el único, sumo y eterno sacerdote, que es sujeto de su propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser substituido por nadie. A este acto grandioso que preside el ministro ordenado, se une la asamblea presente. La Misa perpetúa en el tiempo y hace presente en el lugar donde se celebra, la muerte y el triunfo de Nuestro Señor Jesucristo; ni más, ni menos.
Por eso, todo lo que rodea al altar y que constituye la liturgia propiamente dicha, debe estar en consonancia con el augusto acontecimiento: la limpieza del lugar, la dignidad de los vasos sagrados, la compostura de la asistencia, etc.
Pero es menos evidente para el común de las personas que, fuera del momento conmemorativo, hay permanentemente un punto de atracción que como un imán debería captar la atención de todos: el sagrario donde permanecen las especies consagradas. Ese sagrario tantas veces ignorado, a pesar de que guarda un tesoro de infinito valor a nada comparable.
Los cofres o cajas fuertes de los bancos están custodiados permanentemente por cámaras, alarmas y guardias armados. El tabernáculo, en cambio, suele no tener a su lado ni siquiera un alma piadosa que reconozca el valor de lo que encierra. Y no es por otra razón que cada vez más se multiplican los robos y profanaciones sacrílegas; nadie custodia al Señor que queda por esta forma, a merced de los malhechores como lo estuvo ante Caifás o Pilatos.
Además del culto prestado al Santísimo en la celebración de la Misa, está el que se le rinde cuando se le recibe en comunión, cuando se le adora expuesto en la custodia, cuando se da la bendición solemne, o se le lleva en procesión, o se administra el viático a los enfermos, o se participa en congresos o reuniones eucarísticas. Son ocasiones en que queda patente la exigencia de adorar.
Sin embargo, no hay que olvidar que el Señor está siempre presente al quedar reservado en el sagrario. El culto eucarístico cabe también, ¡y cuanto! fuera de los momentos de reconocimiento público, en cada minuto silencioso del día y de la noche; ¡Dios está ahí!
«La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento de amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración» (Juan Pablo II, Carta Dominicae Coenae, 3).
Subrayemos con el Papa que el aspecto reparador es importante en nuestro acto de adoración. Es más, el culto eucarístico es, por esencia, reparador. En ese sentido, es muy adecuada la oración que el Ángel enseñó a los pastorcitos de Fátima cuando se les apareció en 1916: «Dios mío, yo creo, adoro, espero y os amo; y os pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan ni os aman».
De nuestra parte, cada uno puede decir: Creo en la presencia real de Cristo en todo momento, y no solo en las manifestaciones de culto ya aludidas, también mientras las especies permanezcan en el sagrario. Le adoro ahí con fervor, aunque esté solo y nadie me vea; Él me ve. Espero en Él, inclusive sin el apoyo sensible de la celebración o de una comunidad que me acompañe; sin las «muletas» del incienso, de la música o del consuelo. Y amo, porque intuyo el tamaño infinito del amor que representa este Sacramento. Amor ante el cual no me queda más que retribuir amando.
Un buen rey, como cualquier mandatario que se precie, lo es por una investidura recibida, y no por el hecho de estar sentado sobre un trono o vestido de manera a simbolizar su dignidad. Así también nuestro buen Jesús no es menos por estar descuidado en un humilde y relegado sagrario, ni es más por ser ostentado en una custodia de oro y piedras preciosas.
Si la profanación consciente de una alma que esté empedernida en el mal ofende a Dios, también le agravia la tibieza o el poco caso de la que olvida que en la Eucaristía, ese «Jesús escondido», se nos ofrece en permanencia vida abundante y eterna.
Por el P. Rafael Ibarguren EP
Asistente Eclesiástico de la Federación Mundial de las Obras Eucarísticas de la Iglesia (FMOEI)
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