Redacción (Jueves, 02-07-2015, Gaudium Press) «Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En esa época la influencia de la sabiduría cristiana y su virtud divina penetraban en las leyes, en las instituciones, en las costumbres de los pueblos, en todas las categorías y todas las relaciones de la sociedad civil. Entonces la religión instituida por Jesucristo, sólidamente establecida en el grado de dignidad que le es debido, era floreciente por todas partes, gracias al favor de los Príncipes y a la protección legítima de los Magistrados. Entonces el sacerdocio y el Imperio estaban ligados entre sí por una feliz concordia y por la permuta amistosa de buenos oficios. Así organizada, la sociedad civil dio frutos superiores a toda esperanza cuya memoria subsiste y subsistirá, consignada como está en innumerables documentos que ningún artificio de los adversarios podrá corromper u obscurecer». (León XIII, Encíclica Inmortale Dei , del 1-XI-1885).
Con estas luminosas palabras, el célebre pontífice León XIII, quiso rendir un tributo a esa época grandiosa llamada Edad Media, de la cual podríamos decir que la fe cristiana vivía una verdadera primavera reflejada en la sociedad, tanto en la esfera religiosa como en la civil.
Y, claro está, que uno de esos «frutos superiores a toda esperanza» de que habla el célebre Papa, fue la teología.
Una «Teología de rodillas»
Es una feliz expresión de un Papa teólogo: Benedicto XVI. Una «teología de rodillas» (Discurso del Santo Padre Benedicto XVI a los monjes cistercienses de la Abadía de Heilegenkreuz, 9 de septiembre de 2007), señala una teología que nace del amor, de la piedad, de la contemplación de Dios y sus misterios, pero al mismo tiempo en una íntima unión entre la Fe y la Razón.
Sería un error pensar que los teólogos medievales vivían encerrados en una biblioteca apretándose la cabeza y pensando siempre en abstracciones para elaborar sus raciocinios y especulaciones teológicas, ajenos a la vida. Todo lo contrario. Su teología fluía como un río caudaloso de su vida interior hermanada a su pensamiento.
Esta teología denominada «teología monástica», producida en la Alta Edad Media, nació a la sombra -o a la luz- de las abadías y monasterios. Estos religiosos, pero también laicos, se adentraban en la Sagrada Escritura, en lo que en realidad era una continuidad de la «Lectio Divina», que se desarrollaba entre el canto de las salmodias, la reflexión sobre las Palabra de Dios y las enseñanzas de los Santos Padres. «El maestro procuraba verter en el alma de los discípulos el fruto no de una ciencia en sentido estricto, según los usos de la dialéctica aristotélica, sino como una ciencia del corazón.» (Historia de la Teología, José Luis Illanes, Josep Ignasi Saranyana, BAC. Madrid, 2002, pag. 5).
Fue un verdadero progreso para la época y tiene su raíz en el impulso dado por varios factores concomitantes; el reinado del gran Emperador Carlos Magno, y la actividad de su consejero el monje Alcuino de York, teólogo, de origen inglés quien dirigió la escuela palatina, que escribió varios opúsculos teológicos, y después de una intensa actividad intelectual, se retiró a la abadía de San Martín de Tours en el año 801.
Otros factores de este florecimiento religioso y teológico son los inmensos beneficios espirituales de la reforma Gregoriana, y la expansión de Cluny, cuyo gran Abad, San Odón, no sólo difundió la regla de San Benito, sino, algo que podríamos llamar el «espíritu monástico», dando frutos de santidad, esplendor litúrgico, y apetencia de profundizar en la ciencia de Dios en toda Europa. Pero el alma de todos estos factores fue un «soplo» de gracias del Espíritu Santo que recorrió toda Europa.
Aún no había Universidades y los estudios se realizaban en dos tipos de ambientes: los Monasterios y las ‘Scholae’.
En los claustros monacales esta teología se «convierte en meditación, oración y canto de alabanza, e incita a una sincera conversión. No pocos representantes de la teología monástica alcanzaron, por este camino, las más altas metas de la experiencia mística…» (Benedicto XVI, Maestros y Místicas medievales, Catequesis del Papa, Ed. Ciudad Nueva, Madrid, 2011, pág. 85)
A la par de la teología monástica surgen los primeros esbozos de la teología escolástica en las ‘Scholae’, situadas en las ciudades y de las cuales surgirían posteriormente las más célebres universidades de Europa. Generalmente estaban situadas al lado de las grandes catedrales. Esta teología se diferenciaba un poco de la Monástica, eran como dos ramas de un mismo árbol. La intención de las ‘Scholae’ «era la preparación del clero, o alrededor de un maestro de teología y de sus discípulos para formar profesionales de la cultura, en una época en que el saber era cada vez más apreciado. El método de los escolásticos era la ‘questio’, es decir el problema que se plantea al lector a la hora de afrontar las palabras de la Escritura y de la Tradición. Ante el problema surgen preguntas y nace el debate entre el maestro y los alumnos. En este debate aparecen, por una parte, los temas de la autoridad y por otra los de la razón y el debate se orienta a encontrar al final una síntesis entre la autoridad y la razón….la organización de las ‘quaestiones’ llevan al aparecimiento de las ‘summae’ que en realidad eran amplios tratados teológico dogmáticos nacidos de la confrontación entre la razón humana y la Palabra de Dios… Aquí se introduce la perenne lección de la teología monástica. Fe y Razón, en diálogo recíproco, vibran de alegría cuando ambas están animadas por la búsqueda de la unión íntima con Dios. Cuando el amor vivifica la dimensión orante de la teología, el conocimiento que adquiere la razón se ensancha…El conocimiento solo crece si ama la verdad. El amor se convierte en inteligencia y la teología en auténtica sabiduría del corazón». (Benedicto XVI, ob. cit. pág. 87)
Es fácil comprender, con estas luminosas palabras de Benedicto XVI, como esta teología, que floreció en los siglos XI y XII, preparó el camino para lo que podríamos llamar el «siglo de oro de le escolástica»: el siglo XIII, en el que brillaron con una luz especial, Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura entre otros…
Habría que escribir varios volúmenes para dar una visión aproximada de los grandes santos teólogos surgidos en los monasterios de la alta Edad Media, por esa razón en este artículo nos limitaremos a dar una visión muy a «vol d’oiseau» de dos de sus mayores exponentes, que marcaron la historia de la Iglesia y la teología para todos los siglos…
Nos referimos a San Anselmo de Canterbury y a San Bernardo de Claraval.
San Anselmo de Canterbury
Nos enseña Benedicto XVI que este monje nacido en el Val de Aosta, Italia, en el año 1033, de familia noble, al morir su madre se fue de casa y se dirigió a la Abadía cluniacense de Bec en la Normandía, donde llevó una vida de gran observancia monacal. «Monje de intensa vida espiritual, excelente educador de jóvenes, teólogo de extraordinaria capacidad especulativa, sabio hombre de gobierno e intransigente defensor de la ‘libertas Ecclesiae», es una de las personalidades más eminentes de la Edad Media» (Benedicto XVI, ob. Cit. Pág. 64).
Después de Bec lo encontramos en Inglaterra en, arzobispado de la ciudad. Fue uno de los grandes pre escolásticos y hasta hubo quien lo considerase como el padre de la escolástica.
Definió la teología como: «Fides quaerens intellectum»: la fe que busca entender, de raíz agustiniana (Illanes, José Luis, Saranyana, Jospe I, Ob. Cit. Pág. 17). Es una fórmula en la que percibimos ese consorcio entre la fe y la razón.
Demuestra una gran tendencia a la especulación, distinguiéndose así de la espiritualidad benedictina. En él no es fácil distinguir lo que es teología especulativa y lo que es mística. En él brilla la espiritualidad, unida a la teología. Con respecto a la Mariología avanzó mucho en la profundización de las doctrinas marianas y facilitó a teólogos posteriores el camino de la Inmaculada Concepción.
Una vez más Benedicto XVI nos elogia a San Anselmo: Al que la tradición cristiana ha dado el título de ‘doctor magnífico’ porque cultivó un intenso deseo de profundizar en los misterios divinos, y el rigor lógico de su pensamiento tuvieron siempre como objetivo ‘elevar la mente a la contemplación de Dios’. Afirma claramente que quien quiere hacer teología no puede contar sólo con su inteligencia, sino que debe cultivar al mismo tiempo un profunda experiencia de fe.» (Ratzinger, ob. cit. pág. 68).
Como no podía dejar de ser este gran «teólogo de rodillas», rendía un culto y amor ardoroso a la Virgen Madre de Dios, no escribió ningún tratado de mariología, pero en sus frases, y en sus escritos hay frases tan llenas de amor y tan profundas que influyeron fuertemente en la mariología. Elogia los diversos privilegios marianos. «No han faltado algunos quienes hacen a San Anselmo defensor de la Inmaculada Concepción, fundados en las palabras del capítulo 18 de su libro: «De conceptu virginali et originali peccato» «Convenía que la Madre de Dios brillara con una pureza tal que no se puede concebir mayor después de Dios». (San Anselmo, Obras completas, Vol. I, BAC, Madrid, 1952, págs. 141/142). Es evidente que esta frase no significa que sea Inmaculada, como se definió siglos más tarde, pero indica un privilegio que no fue concedido a otro mortal, «pero estas palabras incluyen precisamente una de las razones teológicas más fuertes que suelen traer los autores para demostrar la existencia de la Inmaculada Concepción en María, que consiste en sus relaciones con las Santísima Trinidad, porque añade: «Así convenía porque el mismo unigénito del Padre, igual a Él, era Hijo de la Virgen, y al mismo tiempo la había escogido por Madre y el Espíritu Santo como Esposa, de la cual engendrar a aquel del cual Él mismo procedía». (San Anselmo, ob. cit. pág. 143)
Tenemos entonces que este gran santo no explicitó claramente la Inmaculada, pero preparó el camino para que otros posteriores a él así lo hicieran.
San Anselmo defendía con argumentos llenos de fuego, fervor y unción la «corredención» de María Santísima. Veamos: «Dios pudo (y quiso) hacer todas las cosas de la nada, pero, una vez manchadas, no quiso hacerlas sin María. Dios es, pues, el Padre de todas las cosas creadas, y María, madre de las cosas creadas de nuevo; Dios es Padre de todo lo creado; María es madre de todo lo reconstituido. Porque Dios engendró a aquel por el cual todo fue hecho, y María dio a luz a aquel por el cual todo se ha salvado; Dios engendró a aquel sin el cual no existe nada en absoluto, y María dio el ser a aquel sin el cual nada puede estar bien. ¡Oh, verdaderamente que Dios está contigo, pues que te concedió el Señor que todos los seres te debieran tanto como a Él!» (San Anselmo, Bac, ob. cit. Pág. 144).
Este gran santo que entregó su alma a Dios el 21 de abril de 1109, «marca el siglo XI por su ciencia, su piedad, por sus luchas y lleva la Causa Católica a la victoria. Considerando su vida se tiene la impresión de una fortaleza formidable, de un hombre que llenó su tiempo, venció, y cuya gloria perdura por todos los siglos por causa de las victorias que obtuvo en favor de la fe…» (Plinio Correa de Oliveira, San Anselmo varón de muchas luchas, Revista Dr. Plinio, abril del 2015)
Por el P. Juan Carlos Casté, EP
(Mañana: San Bernardo de Claraval – Monje influyente – Escritor prolífico)
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