sábado, 23 de noviembre de 2024
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Ciudad y Parroquia

Redacción (Jueves, 16-07-2015, Gaudium Press) San Agustín fue prolífico e inspirado cuando escribió La Ciudad de Dios, un genial compendio de doctrina cristiana acerca de lo que debe ser la sociedad temporal. De hecho «Si el Señor no guarda la ciudad, en vano la cuida el Centinela» (Sal 127).

Dios Nuestro Señor hizo al hombre y a la naturaleza, y el hombre hizo la ciudad y su entorno. Ella siempre será un reflejo de nuestra creatividad, nuestros planes, nuestras esperanzas y nuestra mentalidad. Según como la hayamos construido y convivamos en ella se puede deducir el estado de ánimo de las generaciones que han pasado por allí. Tiempo hubo en que ir de una ciudad a otra era un descansado cambio de ambiente y paisaje urbano tan notorio y contrastante que adivinábamos la personalidad de sus habitantes e incluso se leía en las calles, paredes, parques, plazoletas y en los rinconcitos menos pretensiosos de una esquina o un callejón sin salida, la historia de aquella ciudad. Las puertas, los balcones, los marcos de las ventanas y la pintura de los muros, decían algo de las gentes que las habitaban.

Ese ejercicio es cada día más difícil de hacer en nuestras ciudades modernas. Nos llevan al centro histórico como a un museo yerto, frío y sin gracia habitado por gentes que ya nada tienen que ver con el pasado de ese lugar. Frecuentemente los guías turísticos desconocen matices de la historia del lugar y no pocas veces inventan algo para rellenar el recorrido. Lo poco significativo de la personalidad de esa ciudad se termina confundiendo lamentablemente con fantasías y prejuicios sin ninguna relación con el pasado. Pero las ciudades siguen ahí, creciendo a veces medio anárquicamente sin percibirse quién las planifica y dirige su desarrollo. La ciudad del hombre debería ser un fiel reflejo de la ciudad de Dios que nos prepara para la Jerusalén Celestial. Las generaciones posteriores deberían recibir su legado histórico más que en libros, en la estructura de la ciudad que las anteriores le dejan. Una ciudad sana funcionando como un organismo vivo es un testimonio maravilloso de lo que los antepasados pensaron, sintieron y soñaron. En ese sentido la vida de parroquia es una buena levadura que mantiene esa vitalidad de la ciudad.

Agrupados en torno a su presbítero y a la celebración diaria de la Eucaristía los cristianos sobrevivieron la destrucción de Roma por parte de Alarico en el 410. Sin embargo los paganos de la ciudad y del imperio intentaron hacer correr el infundio de que los Cristianos eran los responsables de la catástrofe, ahí fue que surgió la genial respuesta (10 tomos de aquella época) de San Agustín, todavía hoy una obra de consulta obligatoria para quienes de buena fe quieren entender los rumbos de la historia y lo que debe ser una relación entre correcta entre sociedad temporal y sociedad espiritual: «Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».

Si la ciudad es obra de los hombres, la parroquia lo es todavía más, y no solamente de ellos sino también de la gracia. ¡Cuánto esfuerzo y dedicación de un párroco y sus grupos pastorales a veces mediocremente correspondido y sin incluirse en el plan de desarrollo por parte de un gobierno local! Acaso deberíamos tener muy presente este salmo 127, que es una verdad de fe imbatible e irrefutable porque construir una ciudad sin Dios es una locura que las generaciones del futuro van a cobrarle a las presentes, si se las dejamos convertidas en una especie de deprimente caos «organizado», un simple «estado de las cosas» pero no un orden verdadero como lo define la escolástica: Recta disposición de las partes respecto al todo según su naturaleza con un fin determinado y justo.

Por Antonio Borda

 

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