Redacción (Viernes, 24-07-2015, Gaudium Press) La vida de Luis XIV, aquel Luis «Dado por Dios» en un momento muy difícil de su nación y tras la espera de 23 años del Hijo de Francia, es sin duda admirable desde muchos aspectos.
Ese chico bonachón y afectivo de los primeros años, rápidamente y a causa de los tempranos infortunios y de la tensión en su ambiente doméstico, mudó pronto hacia un ser algo ‘lento’, enigmático, que por su apariencia taciturna sembró en algunos dudas sobre su futura capacidad de gobernar. Preferían muchos a su hermano Felipe, más espontáneo, más simpático, incluso hasta galante, querido por todos. Sobre ello el gran Lênotre dice que así se cuecen los grandes hombres, más lentamente, más discretamente, con más reflexión interior. 1
Con el paso del tiempo la voluntad va tomando control de cualquier movimiento espontáneo, domina su fuerte temperamento, su rostro se hace serio, cerrado, un tanto duro. La frente se va tornando luminosa, pues el Rey se interesa por todo, quiere saber de todo, aprende hasta detalles nimios del gobierno de Francia; su prodigiosa memoria le ayuda en ello. El ya gobernante se muestra obstinado, calculador, perseverante, con tesón. Junto a Mazarino, cual alumno atento, acucioso, discreto y obediente, aprende las artes de la alta política, de las componendas, de la previsión, de la información, de las amistades, del dinero. La conciencia de que ya va alcanzando las condiciones para gobernar solo su nación se hace cada vez más clara.
No se puede hablar de un hombre huraño, de ninguna manera. Él era el promotor de la fiesta, manifestando siempre una alegría dominada y majestuosa, pues un Rey no tiene el derecho de ser un hombre triste según los cánones de entonces. Su constitución era muy robusta, lleno de vitalidad: no abandonó la caza y los paseos al aire libre sino poco antes de morir.
Luis XIV hizo crecer a Francia. En su economía, en sus fronteras, en la conciencia de su grandeza, en su real importancia en el concierto de las naciones. Pero ató la grandeza de Francia a su grandeza personal. Bajo su cetro la nobleza se debilitó; de guerrera se volvió danzarina y cortesana en Versalles y Francia pasó a depender de la fuerza de su Rey, un rey que no contaba con la fuerza de la antigua nobleza feudal.
Lênotre dice que detrás de esa apariencia de imperturbabilidad y de fortaleza, Luis XIV siempre conservó un corazón afectivo. Tendrá sus razones el ilustre Lênotre. Entretanto, de las representaciones del Rey Sol en su madurez y vejez no podemos concluir esa profunda alegría y paz interior fruto de un espíritu admirativo. Luis XIV no tenía la inocencia dulce y plateada de la admiración, de la contemplación generosa y desinteresada de la maravilla ajena. Y es ella la que da la verdadera alegría en la vida. Él casi que sólo se contemplaba a sí mismo y su obra.
Si él hubiera sido un contemplativo de la grandeza ajena no hubiera cuasi anulado a su nobleza. No hubiera creado ese gigantesco aparato burocrático pre-napoleónico y pre-comunista que remplazó a su nobleza. Si él hubiera sido admirativo no hubiera querido sojuzgar y debilitar a la Iglesia en Francia. Él crecía y con él crecía el país, pero al concentrar el poder terminaba por debilitar su apoyo en su base. Se iba tornando en un coloso con pies de barro.
Luis XIV fue el modelo perfecto y acabado del super-hombre que el Renacimiento idealizó. Gran cultivador de las letras, algunos decían que si a ello hubiera dedicado más tiempo, su lenguaje sería de los más perfectos en plena época de Moliére y de Corneille. Entonces: gran estratega militar, gran diplomático, excelente economista, organizador, constructor, inspirador y mecenas de todas las artes… pero no un hombre admirativo de la grandeza ajena. Y por tanto, un hombre que debía tener un fondo de infelicidad, pues sólo la admiración de lo otro nos abre la puerta al infinito.
Cuando San Francisco subía a los montes para mostrar Asís a los visitantes, en su capacidad admirativa se hacía dueño de todo el paisaje, de todas las construcciones, de todas las maravillas. Por el contrario Luis XIV sólo era dueño de su grandeza, una gran grandeza, pero como toda grandeza individual, limitada. Al contrario de San Francisco que era dueño de la grandeza de Dios, era algo así como «dueño» de Dios. La Obra de San Francisco permanece 800 años después. 80 después de muerto el Rey Sol, comenzaba a morir la monarquía en Francia…
Por Saúl Castiblanco
1 Lênotre, G. Versailles – Au temps des rois. Paris. Bernard Grasset Editeur
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