Redacción (Viernes, 14-08-2015, Gaudium Press) San Ezequiel Moreno Díaz nació en España un 9 de abril de 1848 (cien años antes del famoso Bogotazo en Colombia) y murió también en España en 1906, con 58 años cumplidos y de un monstruoso cáncer en el paladar que terminó destruyéndole fosas nasales y globos oculares con un dolor tremendo.
La mayor parte de su vida pasó de misionero Agustino Recoleto fuera de su patria a la que volvió simplemente para morir y descansar en la paz de Dios, después de trasegar una vida dura atiborrada de incomprensiones, privaciones y persecuciones. Había nacido en Alfaro, España, precisamente el nombre del pueblo con el apellido de uno de sus mayores detractores y enemigos: Eloy Alfaro, presidente de Ecuador entre 1897 y 1901, tiempos aciagos para la República Colombiana en plena guerra civil.
En 1894 había sido nombrado Vicario de Casanare al Oriente de Colombia cerca a Venezuela, región totalmente inhóspita en aquellos tiempos: estaciones de lluvias torrenciales más de siete meses al año y veranos sin una nube con agua el resto del tiempo. A caballo y a pie recorrió buena parte de ese inmenso llano celebrando misas, asistiendo agonizantes, casando amancebados, bautizando niños, predicando el Evangelio y enfermándose irreversiblemente cada día que pasaba, entre las fiebres y las picaduras de mosquitos bajo su sotana con el ruedo vuelto hilachas y los zapatos a media suela y embarrados, buscando almas para Dios.
En 1896 fue hecho obispo de Pasto, región sumamente católica y conservadora en la frontera con Ecuador, país que hostigaba al gobierno colombiano de aquella época, apoyando bandas armadas sectarias exaltadas que arrastraron toda la nación a la llamada guerra de «Los mil días», tal vez el conflicto premeditado más doloroso y sanguinario que ha se ha padecido en Colombia, que masacró un gran número de varones adultos y jóvenes dejando un país de mujeres viudas y niñas huérfanas abandonadas o desplazadas de sus regiones naturales. Sistemático modelo de destrucción social que han usado siempre en Colombia los enemigos de la religión.
San Ezequiel fue reconocido por sus feligresías como un hombre sumamente caritativo y benévolo, capaz de todos los sacrificios, no fue por otra razón que se hizo misionero desde los 20 años de edad cuando se ordenó sacerdote en Filipinas, lejos de su familia y su añorada España.
Fue beatificado en 1975 por el papa Pablo VI y canonizado por San Juan Pablo II en 1992 el aniversario de los 500 años del descubrimiento de América. Su santidad misionera se inscribe como modelo para el mundo precisamente en esa celebración del encuentro de Europa con América en 1492, fecha bendita en que nos fue traído el Cristianismo por hombres del mismo porte y medida, de la misma estatura moral del buen San Ezequiel Moreno que hoy día es invocado como intercesor efectivo para los enfermos de cáncer, la devastadora enfermedad que lo arrasó y ciertamente lo purificó para ir al Cielo. Porque hay santidades que se pagan a un precio altísimo y doloroso, no solamente para reparar propias faltas, sino también para recomponer el amor a Dios de un prójimo por el que algunas almas se inmolan valientemente, como víctimas expiatorias inocentes. Colombia era carcomida por un cáncer colectivo de rencores y envidias que solamente la Consagración de la República al Sagrado Corazón de Jesús y el Voto Nacional que se hizo en 1902 para construirle un templo, apaciguó los «odios heredados» de los que habló el Presidente de la época.
El próximo 19 de agosto se cumplen 99 años de su glorioso paso a la eternidad, lo que nos pone apenas a un año de celebrar su centenario en el Cielo. Obispo español que se santificó en Colombia, y cuyos restos no pocos colombianos solicitan que vengan a reposar en el país que amó y sirvió más que a su propia patria. Obispo de una Colombia que en medio de tan turbulento final de siglo XIX, mantuvo su fe católica hasta nuestros días gracias a Dios y a la inmolación casi anónima y silenciosa del humilde misionero Agustino Recoleto San Ezequiel Moreno Díaz, que con certeza ofreció su terrible dolor y su vida por este país amado de su corazón que de paso lo santificó a él, todo para la mayor gloria de Dios.
Por Antonio Borda
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