sábado, 23 de noviembre de 2024
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La lógica al servicio de la piedad

Redacción (Martes, 01-09-2015, Gaudium Press) La espiritualidad de San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús y apasionado por la Eucaristía, se caracteriza por estar enraizada en una lógica inflexible.

«Inflexible» es una palabra que tiene resonancias antipáticas, ya que puede sugerir implacabilidad y hasta brutalidad. Pero sucede que la lógica o es inflexible… o no es lógica. Ella va, con limpidez de espíritu, a la raíz de las cosas; las analiza objetivamente y después concluye oportunamente, sin dejar lugar a dudas. Lo que no sea eso, serán impresiones confusas o vibraciones nerviosas que no llevan a nada seguro. Es por eso que la vida de piedad debe ser reflexiva y ponderada, evitando actitudes instintivas o sentimentales.

La lógica nos habla de razonamiento, de método, de coherencia. Pero ¡atención!: lógica no debe ser identificarla con un frío racionalismo que, ese sí, podrá llegar a ser despiadado, ya que ignora o subestima el don sobrenatural de la fe y todas sus implicancias.

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San Ignacio fue beneficiado por la gracia de una diáfana y sólida lógica

Meditando sobre la Eucaristía y basado en una lógica sólida y diáfana, San Ignacio nos regala este raciocinio insuperable: Lo que torna un don muy apreciado es: 1) La grandeza del mismo don, 2) El afecto de quien lo da y 3) La utilidad de quien lo recibe.

Primeramente, veamos la jerarquía de valores con que ordenó esas consideraciones. De acuerdo a la concepción pragmática de nuestros días, importa más la utilidad de la cosa que la apreciación de su valor intrínseco, o que la calidad de quién la da. Según la mentalidad ignaciana -digamos, ya de una vez, según la mentalidad católica- es más importante la valoración de la cosa en sí y el considerar de quién proviene, que la consideración del provecho que pueda proporcionar al beneficiado. Y aquí llegamos de lleno a nuestro tema:

La grandeza del don. La grandeza del don eucarístico es propiamente infinita ya que es el mismo Dios que está presente en el sacramento del altar y que se ofrece. ¿Puede haber un don de mayor valor? A todas luces, no.

El afecto de quién lo da. Es un afecto entrañable que parte del Sagrado Corazón que quiere beneficiarnos a toda costa. La madre Iglesia, nacida de su costado herido y de la cual Cristo es cabeza, administra amorosamente el cuerpo de Cristo a sus miembros, a todos los fieles y, con especial cuidado, a los enfermos, a los pequeños ¡Los pobres son la riqueza de la Iglesia, y esa riqueza tan valiosa se sublima cuando es amada y elevada por Dios!

La utilidad de quien lo recibe. «El que viene a mi jamás tendrá hambre… quien me coma tiene vida eterna y Yo lo resucitaré en el último día»… ¿Qué de mejor y de mayor se puede apetecer? Todo es nada al lado de este beneficio transformante.

Ahí está, «inflexiblemente» proclamada, con lógica irrefutable y claridad que encanta, la gloria del misterio Eucarístico.

Dios nos ha dado gratuitamente el ser, su Hijo único nos redimió y, en su infinita bondad, nos espera en el cielo. Todo esto sería más que suficiente como muestra de amor incondicional; pero resulta que además se quiso quedar junto a nosotros para hacernos compañía y ser alimento sanador. Es el don de la Eucaristía.

Él inventa ser presencia y sustento porque hace sus delicias en estar con los hijos de los hombres; por eso permanece en la hostia consagrada queriendo comunicarse y darse, aun exponiéndose a profanaciones y a indiferencias.

El beneficio que experimentamos estando junto a Él o recibiéndolo en comunión sacramental es enorme, puesto que es viatico tonificante en el camino de la vida y prenda de felicidad eterna. Otro Ignacio, el de Antioquía, Padre de la Iglesia, llama a la Eucaristía «Fármaco de inmortalidad».

En las horas silenciosas que se suceden en torno de los innumerables sagrarios del mundo donde anida la Presencia Real, Dios mismo me espera con ansias, a pesar de mi indignidad. Soy indigno, sí, pero algo late en mi pecho, con la fuerza de una semilla de impetuosa fecundidad, que me dice que seré transformado -si me dejo transformar- en aquello para lo que fui creado: otro Cristo.

Pensar que junto al Señor Sacramentado, esas pobres creaturas que somos cada uno de nosotros, ¡llegamos a ser objetos de un amor eterno y de una transformación tan radical! Verdaderamente, la Eucaristía es grande, en ella Jesucristo se da en plenitud, produciendo un fantástico beneficio.

Como conclusión, digamos que queda patente cuánto la lógica es un apoyo inapreciable para fomentar la piedad y motivar la adoración, ya que nos ayuda a valorar lo que es la Eucaristía, quién la da y qué produce.

Por el Padre Rafael Ibarguren, EP

 

 

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