Redacción (Jueves, 03-09-2015, Gaudium Press) Las primeras memorias de la Hermana Lucía fueron escritas en 1935 a propósito de la exhumación del cuerpo incorrupto de Jacinta. Se trataba de recordar la vida y personalidad de su primita muerta en 1920 sin haber alcanzado a cumplir todavía los 10 años de edad. Lucía ya era religiosa Dorotea y recibió una foto de la niña intacta que la impresionó mucho. Además recibió el mandato del Obispo para que escribiera algo sobre la pastorcita (1).
Como se sabe, la menor de los tres pastorcitos que vieron en 1917 a Nuestra Señora seis veces en ‘Cova de Iria’ murió en la epidemia de gripa española que asoló a Europa en esos años, ardiendo en fiebre solita en un hospital de Lisboa lejos de su familia un 20 de febrero a la 10 de la noche. Fue enterrada en un cementerio de esa ciudad. Francisco su hermano había muerto en 1919 de la misma peste antes de cumplir los 11 años pero en la casa de su padres en Aljustrel. Los dos ya habían sido advertidos por la Virgen y esperaban su pronta ida al Cielo con la mayor naturalidad pues María se lo había prometido.
Cuarto donde murió Jacinta, en Lisboa |
Sin embargo el paso a la Eternidad fue doloroso para ellos y desconcertante para muchos que fueron testigos de las apariciones y virtud de los niños. Jacinta fue la que más sufrió no solamente durante la enfermedad sino también después de las apariciones antes de caer en cama. Muy niñita, al fin y al cabo, ella -según relata la hermana Lucía- quedó impresionada con la visón del infierno. Haber visto ese 13 de julio aquella escena dantesca y terrible de almas sofocadas gimiendo y gritando desesperadas en un mar de llamas entre demonios de formas monstruosas, no pudo haber sido nada agradable para una inocente criaturita campesina de siete años de edad, cuya vida transcurría apacible y bucólica sin preocupaciones y en santa paz, pastoreando ovejitas y jugando con su hermanito, su prima y sus amigos del vecindario bajo la protección amorosa de su padres y familiares.
Una niñita de esa edad, de esa época y de ese lugar no era como las de hoy que a diario asisten a actos de violencia, odio, vulgaridad, tragedias y otras barbaridades aún bajo la forma de simples dibujos animados. Jacinta no dejó de recordar un solo día aquella escena y preguntaba a su prima por qué la Virgen no mostraba eso mismo a los pecadores a ver si se convertían (2).
Puede sonar raro que la Santa Madre de Dios y de los hombres, tierna y dulce, tan dispuesta a perdonar y comprendernos, dejó correr entre los niños pastorcitos un verdadero viacrucis que incluyó reproches y palizas maternas para la buena Lucía, y el arbitrario como cruel encarcelamiento con amenazas de muerte de parte de la autoridad del lugarejo. La Virgen les había preguntado que si querían ofrecer a Dios sufrimientos en reparación de los pecados con que era ofendido y como súplica para la conversión de los pecadores. Los niños respondieron al unísono y en el acto que sí querían. La Virgen les respondió que entonces la gracia de Dios sería la fortaleza de ellos. A partir de ese momento ellos mismos comenzaron a hacer sacrificios, mortificaciones y renuncias cotidianamente sin esperar recompensa y santamente obstinados en desagraviar a Dios. Pero la pena y el dolor de alma de Jacinta eran mucho más profundos, como fuera precisamente ella la que tuvo que ser operada sin anestesia abriéndosele una herida en el costado quizá tanto menos dolorosa que la que ya llevaba en el alma, pero que la hizo padecer mucho por los pecadores. Una pastorcita inocente que muere aceptando con seriedad su enfermedad con la esperanza de lograr convertir pecadores, no deja de ser una lección para quienes llevamos una vida de piedad frecuentemente sin grandes aflicciones y pesadumbres espirituales, convencidos de «estar dándole a Dios una gran limosna» (3).
Por Antonio Borda
(1) P. Luis Kondor, SVD. Secretariado dos Pastorinhos, 10ª. Edición, septiembre 2008.
(2) «Jacinta e Francisco, Prediletos de María» Joao Clá Dias, Takano Editora, Sao Paulo, 2000, pag.57.
(3)Plinio Correa de Oliveira, VIACRUCIS, IX Estación,Catolicismo, Marzo 1951.
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