domingo, 24 de noviembre de 2024
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Necesidad del sacrificio

Redacción (Jueves, 10-09-2015, Gaudium Press) «El señor Dios lo expulsó (a Adán) del Jardín del Edén, para que él cultivase la tierra de donde había sido sacado. Y lo expulsó; y colocó al oriente del Jardín del Edén querubines armados de una espada flameante, para guardar el camino del árbol de la vida» (Gn 3,23-24).

El hombre, después de haber pecado y haber sido expulsado del Paraíso, donde vivía en estado de gracia, perdió aquella pureza e inocencia primeras y adquirió una infinita deuda delante de Dios. Sabía que merecía la muerte como castigo de su culpa y se vio en la contingencia de reparar su pecado, para que, purificado, se reconciliase con el Creador y fuese salvado. Por este motivo, pasó a ofrecerle algo que de cierta forma compensase su deuda, como por ejemplo, la vida de un animal.

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La ofensa hecha a Dios exige una reparación. ¿Cómo honrar a Dios de ahora en adelante, sin efectuar inicialmente alguna especie de reparación, que apague la injuria? Ya que incurrimos en sus justos castigos, ¿cómo no nos apuramos en alejarlos, prioritariamente por alguna especie de satisfacción, antes de implorar sus favores? Esta es la necesidad que visa, o busca atender, el sacrificio expiatorio. (1)
Es lo que significaba la mayoría de los sacrificios del Antiguo Testamento. (2) Royo Marín así define:

El sacrificio es el acto más importante del culto externo y público, el más solemne y excelente con que se puede honrar a Dios. […] En sentido estricto, se define: la oblación externa de una cosa sensible con cierta mutación o destrucción de la misma […] para testimoniar su supremo dominio y nuestra completa sujeción a Él. (3)

Vemos, así, que el hombre sentía una gran necesidad de ofrecer sacrificios. Santo Tomás (4) apunta tres motivos para tal. Primeramente para redimir el pecado, que aleja al hombre de Dios. En segundo lugar, para que el hombre pueda conservarse en el estado de gracia, siempre unido a Dios, en lo que consiste su paz y salvación. Finalmente, para que el espíritu del hombre esté perfectamente unido a Dios, como ocurrirá en la gloria.

Los sacrificios no eran hechos solamente en función de los pecados, sino eran también una forma de alabar a Dios y honrarlo. Así, los sacrificios podían ser: lautréticos, de simple adoración a Dios; impetratorios, para pedir beneficios; satisfactorios, en reparación de los pecados; y eucarísticos, en acción de gracias por los beneficios recibidos. (5) Por tanto, no solo los pecadores deberían ofrecerlo, sino también los justos.

Para esos sacrificios, deberían los hombres ofrecer lo que poseían de mejor, lo que tenía mayor valor y perfección. Así siendo, quemaban frutos e inmolaban animales, tales como corderos y palomas, entre otros tipos de ofrecimiento.

Ahora, el Salmo dice: «Vosotros no os aplacáis con sacrificios rituales; y si yo os ofreciese un sacrificio, no lo aceptaréis. Mi sacrificio, oh Señor, es un espíritu contrito, un corazón arrepentido y humillado, oh Dios, que no habéis de despreciar» (Sl 50, 18-19). ¿Cuál sería, entonces, la razón de la importancia y la necesidad de ofrecer sacrificios?

De hecho, de nada sirven las prácticas meramente exteriores si no hay sinceridad de corazón. El hombre no es puro espíritu, sino, un compuesto de cuerpo y alma. Por tanto, sus disposiciones interiores deben ser exteriorizadas de alguna forma.

«Faltaría algo para ofrecer a Dios si Él fuese homenajeado solamente en espíritu. […] La vida del espíritu se apaga si no es traducida a un lenguaje hecho para nuestros sentidos». (6) Así también se expresa el Doctor Angélico: «Todo aquel que ofrece un sacrificio debe de él participar, porque el sacrificio que se ofrece exteriormente es señal del sacrificio interior, por el cual la propia persona se entrega a Dios». (7)

El sacrificio en la vida del hombre

Al dar una rápida mirada sobre la Historia, vemos como todos los pueblos de las más diversas religiones y épocas ofrecieron sacrificios. Sin embargo, ¡cuántos de ellos provocaron la ira y el disgusto de Dios, pues eran dirigidos a dioses inexistentes, siendo, en realidad, ocasión de las peores idolatrías y de prácticas abominables! Los babilonios y los persas, por ejemplo, ofrecían sacrificios humanos. Los príncipes fenicios inmolaban al hijo predilecto para ablandar la cólera de los dioses. Los sacerdotes aztecas, en México, exigían veinte mil víctimas humanas por año, de las cuales arrancaban el corazón todavía palpitante, para apretarlo sobre los labios del ídolo. (8) Eran religiones falsas y vanas, que, así, también invalidaban sus sacrificios.

El pueblo electo también ofreció sacrificios. ¿Qué decir sobre sus sacrificios? Instruido por el propio Dios, los israelíes presentaban, de manera distinta, los sacrificios de alabanza, de agradecimiento, de reparación, de acuerdo con quien iría ofrecerlo: sacerdote, jefe u hombre del pueblo (cf. Lv 1-7). Esos sacrificios eran agradables a Dios, como prueban algunos pasajes de la Escritura, entre los cuales el siguiente:

Después del diluvio que Dios mandó a la Tierra por castigo de sus pecados, Noé salió del arca y levantó un altar, y ofreció en holocausto. «El Señor respiró un agradable olor» y prometió no maldecir más la Tierra, como había hecho (cf. Gn 8, 20-21).

Sin embargo, eran sacrificios imperfectos y defectuosos; no podían borrar los pecados ni conferir la gracia. ¿Cómo la inmolación de un animal irracional podría reparar las ofensas contra Dios, que es infinito, puro y perfecto? ¡Cómo debía ser terrible tener el alma manchada por causa de los pecados, la consciencia inquieta por haber ofendido al Dios-Justicia, Señor de los ejércitos, y, peor todavía, pasar la vida entera haciendo penitencia y ofreciendo sacrificios sin tener la certeza de estar perdonado!

Pero Dios no abandonó a su pueblo en las manos de la muerte. «Esos sacrificios fueron apenas el grito de ignorancia de la humanidad que clamaba por un perfecto sacrificio de expiación y reconciliación». (9) Por su misericordia y bondad infinitas, Él mismo se tornaría sacrificio para redimir la humanidad perdida. Ni los frutos, ni los animales, ni siquiera el hombre, culpado del pecado, serían capaces de restablecer nuestra amistad con el Señor. Solo Dios, Infinito y Santo, puede borrar la ofensa hecha contra Sí mismo. Fue así que, en la plenitud de los tiempos, el Verbo se hizo carne para rescatar, por su propia muerte, a los que estaban condenados a la muerte.
¡Todos los sacrificios ofrecidos hasta entonces fueron meras pre-figuras de este supremo y perfectísimo sacrificio!

Por la Hna. Mirna Gama Máximo, EP
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1 AA.VV. Eucharistia. Encyclopédie populaire sur l’Eucharistie. Paris: Bloud et Gay, 1947, p. 154. (tradução da autora).
2 PARSCH, Pius. Para entender a Missa. 2. ed. Rio de Janeiro: Mosteiro São Bento, 1938, v. III, p. 14.
3 ROYO MARÍN, Antonio. Teología Moral para Seglares. 2. ed. Madrid: BAC, 1961, v. I, p. 286.
4 TOMÁS DE AQUINO, Santo. Suma Teológica. III, q. 22, a.2.
5 Cf. ROYO MARÍN. Teología Moral para seglares. Op. cit. p. 286.
6 AA.VV. Op. cit. p. 153.
7 TOMÁS DE AQUINO, Santo. S. Th. III, q.82, a. 4.
8 FIGUEIREDO, Pedro Paulo de. Adoração a Deus: o sacrifício. Arautos do Evangelho. São Paulo, n.11, nov. 2002. p. 17.
9 PARSCH, Pius. Op. cit. p.11

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