Redacción (Martes, 22-09-2015, Gaudium Press) – La multitud esperaba delirante el momento del sangriento espectáculo. Abucheos y escarnios resonaban por aquel inmenso edificio, el cual se tornaría túmulo y altar de gloria de tantos bienaventurados. Ya se podían contemplar los brutos animales, listos para irrumpir en la arena y dar rienda suelta a los instintos de su voraz naturaleza. Sin embargo, tales irrisiones en nada perturbaban la paz del alma que acompañaba al celoso predicador de Jesucristo, San Ignacio de Antioquía. Ni el aparente fracaso delante de los hombres, ni el rugir de las fieras hambrientas podrían amedrentar o disminuir los ardores de entusiasmo que inflamaban su noble corazón. A la agitación y ansiedad sucedió un silencio y gran suspenso en la turba pagana. Las bestias avanzaban velozmente, listas para devorar el venerable anciano, cuando un gesto de mano, de incomparable majestad, las detuvo a medio del camino. ¿Qué habría sucedido? El hombre de Dios deseaba, antes de consumar su holocausto y llegar al término de sus anhelos, dirigir a los cielos una última y fervorosa oración. Tal era la convicción de ser atendido que estancó incluso los leones devoradores. Aunque desease ser triturado como trigo para ser ofrecido como hostia pura, pedía a Dios que atendiese a los ruegos de los cristianos en hacer permanecer algo de aquel doloroso martirio, a fin de estimularles la fe. Finalmente, con gesto aún más decidido, el Santo dio orden a las fieras, que en pocos segundos dilaceraron las carnes de aquel nuevo Serafín.
¡Al analizar el transcurrir de los siglos, cuán bello es constatar la suma incalculable de almas que se destacaron como arquetipos de virtud y heroísmo! ¿Quién no se llena de entusiasmo al depararse con el garbo fogoso de los mártires, las austeridades de los anacoretas, el ímpetu evangelizador de los misioneros, la sabiduría irresistible de los Doctores, la simplicidad y pureza de las vírgenes y la astucia y valentía de aquellos que combaten por la Santa Iglesia?
Realmente, no pueden pasar desapercibidos varones y damas que sobrepasaron la fragilidad de la naturaleza humana decaída por la culpa original, haciendo de sus vidas el pilar donde, más tarde, tantas almas buscarían el apoyo para la práctica del bien, tornándose blanco de admiración y espectáculo tanto para los hombres como para los Ángeles.
«Un brazo semejante al de Dios, y una voz tronante como la de él» (Jó 40,4): así podemos aplicar este pasaje de la Escritura al episodio narrado arriba. De hecho, para someter la ferocidad de una naturaleza desprovista de inteligencia e imperar sobre ella cuando se desea, es fundamental poseer una voluntad férrea íntimamente unida al Creador.
«Sin Mi nada podéis hacer»
Entretanto, debido a la tendencia natural al orgullo, somos llevados a juzgar que el hombre posee una voluntad suficientemente vigorosa para, solo, subir a la cima de la santidad. Nada, sin embargo, nos sería posible sin un continuo auxilio de la Providencia, pues, como proclamó Nuestro Señor, sin Él, absolutamente nada de bueno podemos hacer (cf. Jo 15, 5). ¿Cuál hombre nunca sintió el peso aplastador de sus miserias e infortunios? Por más orgullosos que podamos ser, es imposible no admitir que hayamos fallado en la realización de nuestros buenos propósitos o, además, de nuestras simples obligaciones.
Cuando meditamos sobre la Santa Cena y repasamos las palabras de Jesús: ‘Sin Mi nada podéis hacer’ (Jo 15, 5), quizá no midamos la extensión de ese «nada», y el sentido estricto en que debe ser entendido. […] Bajo el influjo de la gracia, comienza a secarse el pantano del error y nos hacemos capaces de dirigir nuestras acciones conforme los criterios más nobles, porque ellos pasan a apetecernos más que las solicitudes inferiores. Nace la fuerza para cumplir los buenos propósitos, se aquietan las pasiones y se establece una armonía semejante a la que poseía nuestro padre Adán en el Paraíso.
Así, «si tenemos la gracia de practicar un acto bueno, debemos inmediatamente reportarlo al Creador, restituyéndole los méritos, pues estos le pertenecen, y no a nosotros. ‘Quien se gloria, gloríese en el Señor’ (I Cor 1, 31), nos advierte el Apóstol».
Constantemente debemos dirigirnos a Nuestro Redentor con la más profunda y sincera humildad, como nos enseña Mons. João Scognamiglio Clá Dias: «Oh mi Jesús, sin Vos nada puedo hacer, mis méritos son nulos; mi inteligencia, turbia; mi voluntad, enferma; mis sentimientos, enloquecidos. […] En unión con Vos soy capaz de las más osadas virtudes, mi alma vuela. Vos sois la fuente de todo bien existente en mi».
Refiriéndose a nuestra incapacidad natural para el ejercicio ininterrumpido de la virtud, atesta Santo Tomás de Aquino:
En el estado de corrupción, el hombre falla en aquello que le es posible por su naturaleza, a tal punto que él no puede más por sus fuerzas naturales realizar totalmente el bien proporcionado a su naturaleza. Entretanto, el pecado no corrompió totalmente la naturaleza humana al punto de privarla de todo el bien que le es natural. […] Él [el hombre] parece un enfermo que puede todavía ejecutar solo algunos movimientos, pero no puede moverse perfectamente como alguien en buena salud, mientras no obtenga la cura con la ayuda de la medicina.
Esa medicina, de la cual todos necesitan, se encuentra en el relacionamiento con Dios. Adán gozaba en el Paraíso de altísimos coloquios con el Creador, los cuales cesaron después de la terrible desobediencia. Con todo, ¿estaría este relacionamiento encerrado para siempre? ¿Habría el Divino Artífice apartado el rostro de Su obra-prima? ¡No! Siendo Dios la Suma Bondad, nos concedió el ungüento sobrenatural e infalible de estar constantemente amparados por su presencia: ¡la oración!
Estando, sin embargo, las obras humanas tiznadas por el pecado, nuestras súplicas poseen despreciable valor. Es preciso, por tanto, depositarlas en una preciosa bandeja de oro, a fin de ser ofrecidas a Dios. ¿Quién sería capaz de, apenas con una sonrisa afable, conquistar la benevolencia del Altísimo entregándole míseras oraciones y comprándonos los favores deseados? «María Santísima es la única capaz de ejercer esta función admirable». De hecho, Ella es bandeja de oro que une a Nuestro Señor Jesucristo a toda creación.
Por Hermana Lays Gonçalves de Sousa, EP
(del Instituto Filosófico Teológico Santa Escolástica – IFTE – San Pablo)
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