Redacción (Martes, 22-09-2015, Gaudium Press) Del otro lado de la inmensidad del Océano, en una de las más calientes áreas de Andalucía, se encuentra el antiguo palacio de los Condes de Palma. Su construcción, en estilo mudéjar, llama la atención por la antigüedad e historia, pero, sobre todo, por acoger una realidad mucho más alta y sublime: la comunidad de las Carmelitas Descalzas de Écija, conocidas como las «Teresas» en homenaje a la gran Madre Fundadora.
Al cruzar el atrio del predio, las primeras impresiones comienzan a invadir nuestra alma y nos invitan a levantar las vistas para panoramas superiores, que se contraponen a las preocupaciones terrenas. Ya en el claustro, arcos rústicos y firmes parecen simbolizar la solidez de los principios que rigen lo cotidiano entre aquellas paredes. Cruces frías, duras y desnudas, colgadas en sus muros, recuerdan a quien allí mora: el supremo sacrificio de Cristo. Mientras en la capilla, el suave y perseverante brujulear de la lamparita invita con insistencia a unirnos al Dulce Jesús, verdaderamente presente en el tabernáculo en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, bajo las especies eucarísticas.
Las salas y las celas del monasterio son marcadas por la simplicidad, visando facilitar la oración y la meditación, tan necesarias a nosotros y agradables a Dios. Y el conjunto del predio se encuentra envuelto por una atmósfera sobrenatural que llena el alma de dulce y pacífico refrigerio.
Llaman la atención, de hecho, la calma y serenidad que flotan en aquel ambiente monacal, dominado por un silencio apenas cortado por el trinar de los pájaros o por los pasos de una carmelita que se desplaza discreta, atendiendo al toque de la campana y parece vivir en constante diálogo con los Ángeles y con Dios.
Tal silencio envuelve y apacigua el espíritu, invitando a olvidar lo que ocurre fuera de aquel ambiente recogido y bendito. Con palabras mudas e imponderables, pero cuán elocuentes, él parece decir:
Mi hijo, pare y contemple cuánta cosa hay de bello en este mundo sagrado que no son las preocupaciones del día a día, que no es la tierra a tierra, que no es el actuar-actuar. En cada uno de nosotros existe un mundo interior en el cual Dios toma contacto con nuestra alma. Es el mundo de lo sobrenatural, que de un modo misterioso filtra hasta nosotros y se hace sensible a nuestro espíritu.
Fotos: Diversos aspectos de la vida en el Convento de Carmelitas Descalzas de San José, en Écija (España). |
Tomados por esa atmósfera, nos deparamos con una placa fijada en lugar bien visible que advierte: «La mansedumbre, la humildad y la paz son los fundamentos de la vida interior». Ahora, ¡cuán bien resume esta frase el secreto de la vida monástica! Si nos encantamos con la robustez y la sobriedad de los arcos del claustro o con la luminosidad tamizada de la capilla, si nos sentimos atraídos por el resonar de la campana o si somos abrazados por las bendiciones que exhalan de todo el ambiente, la razón de esto está en la vida interior de las personas que allí habitan. La construcción nada es si las almas no están en gracia, pues son ellas «cuales piedras vivas» (I Pd 2, 5), que hacen de este lugar un edificio espiritual.
¿Estarán, con todo, los fundamentos de la vida interior reservados apenas a aquellos a quien Dios pide la renuncia al esplendor y a la gloria del mundo para brillar solamente para Él en las clausuras, entregándose a la contemplación? ¡Es evidente que no! De los divinos labios de nuestro Salvador brotó una enseñanza, en la cual está consignado el medio grandioso, y al mismo tiempo simple, de todo y cualquier bautizado alcanzar la mansedumbre, la humildad y, en consecuencia, obtener la paz: «Tomad mi yugo sobre vosotros y recibid mi doctrina, porque yo soy manso y humilde de corazón y encontrareis el reposo para vuestras almas» (Mt 11, 29).
Por Hermana Emelly Tainara Schnorr, EP.
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