sábado, 23 de noviembre de 2024
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Dulce presencia de Jesucristo sobre la Tierra

Redacción (Lunes, 28-09-2015, Gaudium Press) – Encontramos en el Evangelio innúmeros pasajes que narran milagros hechos por Nuestro Señor Jesucristo. Vemos ciegos, cojos, paralíticos y leprosos siendo curados, y hasta incluso algunos, como Lázaro y la hija de Jairo, siendo resucitados por la misericordia del Salvador.

¡Conociendo tan estupendos milagros, cuántos de nosotros ya deseamos ardientemente vivir en la misma época de Nuestro Señor, para así alcanzar de Él algún prodigio semejante! Cuántos de nosotros ya anhelamos, al menos, poder tocar en su túnica y recibir así alguna gracia especial… Sin embargo, a pesar de que esos deseos son enteramente legítimos, estamos engañados si pensamos que esas gracias solamente son alcanzadas por aquellos que tuvieron el privilegio de estar junto a Jesucristo en el tiempo de su vida terrenal.

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Cierta vez, el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira comentó que él no comprendería si Nuestro Señor, en su infinita misericordia, hubiese partido para el Cielo y dejado, de alguna manera, de estar presente sobre la faz de la tierra. De hecho, Él no lo hizo, pues el jueves anterior a su Sacrificio, nos dejó el inestimable y magnífico tesoro de la Santísima Eucaristía. «Su Corazón Eucarístico nos dio la presencia real de su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Él está presente por toda la tierra, en todos los tabernáculos donde hay hostias consagradas, desde las más bellas catedrales hasta las misiones más lejanas y pobres. Allí está Él como dulce compañero de nuestro exilio, a nuestra espera, con prisa para salvarnos, deseando que le pida».

Con efecto, Nuestro Señor está todo en ese excelso sacramento en Cuerpo, Sangre y Alma, y en Divinidad. La hostia que vemos en el altar es el propio Cristo, presente de la misma forma que estaba entre sus apóstoles y discípulos, a pesar de nuestros sentidos no poder percibirlo.

Otro obsequio es poder recibir este preciosísimo Sacramento en la Comunión, gracia superior hasta incluso a la que recibió San Esteban cuando niño, al ser abrazado por Nuestro Señor, o a la que obtuvo el Apóstol San Juan, al recostarse sobre el Sagrado Corazón de Jesús en la última Cena. Pues, al comulgar, Cristo no solo nos abraza, sino nos posee enteramente, no solo nos hace reclinar la cabeza sobre su pecho, sino pone su Corazón junto al nuestro; y nuestra alma, en ese celestial encuentro, se reviste de la blancura y santidad del propio Señor Jesús.

«Nuestro Señor no podía inclinarse más a nosotros, los más pobres, los más necesitados y miserables, no podía demostrar más su amor cuando, en el momento supremo de privarnos de su presencia sensible, quiso dejarse a Sí mismo entre nosotros, bajo los velos eucarísticos».

Por tanto, cuando nos sobrevenga el deseo de estar personalmente delante de Nuestro Señor Jesucristo, de progresar en las vías de la virtud, o cuando queramos alcanzar de Él alguna gracia, no sintamos que Él está lejos de nosotros, sino nos aproximamos del Santísimo Sacramento, y ciertamente obtendremos tales favores con la misma eficacia – o hasta mayor, por el mérito de la fe – como si estuviésemos en frente de Nuestro Señor de la misma forma que los Apóstoles.

Delante de tanto consuelo y amor que encontramos en ese insigne sacramento, grande es la voluntad de pasar la eternidad entera disfrutando de sus beneficios. Ahora, sabemos que ellos nos son concedidos mientras todavía vivimos en esta tierra.

¿Continuaremos nosotros recibiéndolos en el Cielo? ¿O será de la voluntad de Nuestro Señor que esas gracias sean recibidas solamente por los hombres en estado de prueba?

En este sentido, Monseñor João explica que, una vez que el sacramento visa producir la gracia, de acuerdo con lo que la forma y la substancia simbolizan, no tiene sentido que haya comunión o cualquier otro sacramento en el Cielo, pues la gracia existirá en nuestra alma de manera estable y permanente. Recibimos en esa vida la presencia eucarística real de Nuestro Señor en nuestra alma para que Él nos santifique, nos haga semejantes a Él, y nos fortalezca contra todo mal; en el Cielo eso no será necesario, pues lo veremos cara a cara y lo poseeremos en tiempo entero.

Además, según los teólogos católicos, no habrá Misa Sacramental en la Eternidad. Habrá la Misa Mística: «Nuestro Señor Jesucristo pasará la eternidad como hombre, dentro de Su humanidad, ofreciendo [al Padre], como Sumo Sacerdote, […] la gloria del Sacrificio ofrecido por Él. […] Nosotros tendremos constantemente en el Cielo la Misa siendo celebrada místicamente, […] y nosotros estaremos eternamente participando de este ofrecimiento hecho por Nuestro Señor».

Con todo, pese a que la visión beatífica es el mayor premio que Dios podría conceder a los hombres justos, lo que está presente en el Santísimo Sacramento es el propio Autor de la Gracia. «Es, por tanto, algo que vale más que todo el orden de la Creación, vale más, incluso, que el orden de la Gracia. Juntemos todas las gracias que la humanidad recibe, recibirá y recibió; todas las gracias que existen en Nuestra Señora no dan, ni de lejos, lo que está en una partícula consagrada: la recapitulación del Universo (cf. Ef 1, 10) en un pedazo de pan».

Delante de tan inefable don, ¿qué podemos hacer para agradecer a Dios, o al menos, para concederle alguna alegría, por tanta bondad? Ciertamente, está fuera del alcance de cualquier ser humano agradecerle dignamente; sin embargo, Él nada pide de nosotros a no ser que seamos devotos de la Sagrada Eucaristía, tanto cuanto se pueda ser. Comulguemos frecuentemente, con las debidas disposiciones; visitemos las iglesias y capillas en las cuales Él se encuentra expuesto; entreguémonos por entero a Él, con todo cuanto somos y poseemos, y le daremos la mejor recompensa, en busca de Aquel que aceptó ser muerto y crucificado: nuestra salvación.

Por Bruna Almeida Piva
(Del Instituto Filosófico-Teológico Santa Escolástica – IFTE)

 

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