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¿Dios se oculta a los ojos de quien lo ama?

Redacción (Miércoles, 21-10-2015, Gaudium Press) Pocos son los episodios que encontramos narrados en los Evangelios al respecto de la infancia de Jesús, de la vida oculta y sumisa que llevaba junto a San José y Nuestra Señora en Nazaret. San Lucas cuenta el único hecho que rompe el silencio al respecto de Nuestro Señor hasta entonces: el viaje de la Sagrada Familia a Jerusalén por la Pascua.

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En el camino de vuelta, «San José y la Santísima Virgen, no viendo al Niño a su lado, creyeron, cada uno por su parte, que Él iba en compañía del otro», 1 juzgando así que estaba en la caravana. Sin embargo, al llegar al fin del día, cuando pararon «para pasar la noche, los miembros de cada familia se reunieron para compartir un campamento común y fue solo entonces que se puede dar cuenta de la ausencia de Jesus».2

Afligidos, María y José comenzaron a buscarlo entre los parientes y conocidos. No habiéndolo encontrado, volvieron a Jerusalén en su búsqueda (cf. Lc 2, 44-45). Allí encontraron al Niño sentado en medio de los maestros, escuchando y haciendo preguntas. Todos los que lo oían estaban «maravillados con su inteligencia y respuestas».3

«Al verlo, sus padres quedaron muy admirados y su Madre le dijo: «Hijo mío, por qué te comportaste así con nosotros?» «Jesús respondió: «¿Porqué me buscaron? No sabéis que debo estar en la casa de mi Padre?'» (Lc 2, 48-49).

Después de recorrer tan magnífico pasaje del Evangelio, surge inmediatamente la pregunta: ¿por qué el Divino Niño resolvió abandonar a sus padres sin avisarles, dejándolos en la ansiedad de reencontrarlo, pensando tal vez que lo hubiesen perdido para siempre? ¿Este hecho no tendrá cierto enlace con lo que ocurre con muchas almas?

Para comprender mejor cómo ese episodio ocurrido con Nuestra Señora y San José también se presenta en la vida espiritual de los fieles, consideremos las bellísimas pinturas de un gran artista del siglo XVII, Claude Lorrain cuya especialidad es pintar muros viejos, leprosos, picados […] sobre los cuales, sin embargo, pega un sol magnífico». 4 Y esos escenarios parecen transformarse en inmensas y suntuosas cortes. 5

Tal como el Sol, actúa la gracia divina en el alma.

[La Gracia] Ella es, digamos, la tinta celestial que Nuestro Señor utiliza, como si fuese un infinito Claude Lorrain de la creación. […] Visto a la luz de la gracia concedida por Dios, todo lo que es árido y difícil se torna bello. La pérdida de ese modo de ver las cosas puede ocurrir por culpa nuestra, porque cedemos a nuestros egoísmos, caprichos y manías. O por decisión de Dios que, en sus inescrutables designios, desea probarnos: después de llenarnos con sus dones, de favorecernos con maravillosas situaciones al estilo de la pintura de Claude Lorrain, permite que todo se borre de repente. 6

Por lo tanto, «hay momentos de nuestra existencia en los cuales tenemos la sensación de haber ‘perdido al Niño Jesús’, esto es, con o sin culpa nuestra, el consuelo espiritual desaparece y nos sentimos desamparados». 7 Bien podemos compararlos a los días que ahora se presentan claros y radiantes, y después nublados y tenebrosos: no vemos el Sol, pero él continúa brillando atrás de las nubes.

Muchas veces esas almas se juzgan verdaderamente abandonadas, pero no es propiamente el abandono, es la prueba, cualquiera que sea, la aridez, la frialdad… Todo es oscuro y a veces ella misma se juzga cubierta de manchas, digna de los peores castigos. 8 «La variedad de estos pensamientos es infinita, pero todos conducen a una conclusión semejante: perdí a Jesús, me abandonó, no lo volveré a encontrar». 9

Afirma San Francisco de Sales:

Ocurre algunas veces que no encontramos consuelo alguno en los ejercicios del amor divino, de forma que, como cantantes sordos no oímos la propia voz, ni podemos gozar de la suavidad de nuestro canto; sino, además de eso, estamos llenos de mil temores, preocupados con mil bagatelas con que el enemigo cerca nuestro corazón, sugiriéndonos que tal vez no seamos agradables a nuestro maestro y que nuestro amor es inútil o aún que es falso y vano, por no producirnos consuelo. 10

De ese modo, «el demonio consigue persuadir a una persona de que ella pecó, aunque se conserve inocente. Le sobreviene entonces la tristeza, la sensación de abandono y miseria imaginando haber ofendido a Dios».11 El hombre queda tan horrorizado con la tentación, con la perdida de esa sensibilidad que, en ciertas horas, é mismo no sabe si es o no amado por Dios. 12

Al tratar sobre las oscilaciones tan comunes al alma humana, González resalta:

Unas veces se siente llena de fervor y de consuelos sensibles en la oración y en las demás obras del servicio divino, y otras, por el contrario, se ve sumergida en la mayor insensibilidad y aridez de espíritu, no encontrando placer, ni gusto, sino tedio, fastidio y desaliento en todos sus ejercicios. 13

«Dios permite esa situación. El retira de nosotros los auxilios sobrenaturales por los cuales la vida parece tan alegre, y nos vemos abandonados, tristes y sin fuerza». 14 ¡Es aquí la gran aflicción del corazón humano que verdaderamente ama a Dios y desea ser por Él amado! El alma se ve privada de consuelos y gustos, cae en el desaliento, pensando que no hay valor alguno en todo aquello que hace; que pierde tiempo inútilmente, que no tiene buen espíritu ni verdadera virtud, que no ama ni agrada a Dios, y que Dios la abandonó y alejó de Si. 15

San Juan de la Cruz nos muestra tres señales por los cuales discernimos los periodos de aridez. El primero de ellos consiste en que no se tiene más gusto ni consuelo en las cosas de Dios, ni tampoco en las cosas creadas. De esto se desprende una cierta inquietud, la cual consiste en la segunda señal: la persona piensa no estar sirviendo a Dios, pero sí, volviendo atrás en su servicio. Esto sucede por causa del disgusto que se siente en las cosas espirituales. Y, como tercera señal, la oración se torna imposible, y, en lugar de pensar en Dios, la persona desea a Dios, 16 pero Él parece esconderse.

¡Hasta aún los grandes santos pasaron por esos periodos tenebrosos! Así comenta Tomás Kempis:

Nunca encontré hombre tan religioso y devoto, que no sufriese, a veces, la sustracción de la gracia y sintiese el enfriamiento del fervor. Ningún santo fue tan altamente arrebatado y esclarecido que, antes o después, no fuese tentado. Porque no es digno de la alta contemplación de Dios quien por Dios no sufrió alguna tribulación. 17

Por ejemplo, Santa Teresa de Jesús afirma «haber experimentado muchas veces ese estado, aún en aquella época en que el Señor ya había elevado su espíritu a los grados más elevados de la oración». 18 Lo mismo aconteció con Santa Juana de Chantal en el fin de su existencia: «Fue tal la intensidad, tal la amargura de su aridez y desolación interior, que su vida no era sino un martirio ininterrumpida y una agonía continuada, más penosa que la propia muerte».19

¿Y qué no decir de la gran Doctora de la Iglesia, Santa Teresita Del Niño Jesús?

[…] era una brasa de amor a Dios, pero su alma pasó por largos periodos de aridez. En ciertas ocasiones esas penas espirituales la afligían hasta mismo durante el cántico de Oficio. No obstante, en las más diversas pruebas, ella se mantenía serena, y ya en el fin de su vida, devorada por tentaciones contra la fe, ella resistía de modo admirable y completo. 20

La aridez espiritual, lejos de ser siempre «señal de falta de virtud, es, por el contrario, en muchas ocasiones, efecto del amor especialísimo que Dios tiene a aquellas almas que desea elevar la gran perfección, a las cuales quiere poner a prueba y purificar de esa manera».21

Por Bruna Corrêa Salgado

1 SAN BEDA, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea. Exposición del Evangelio de San Lucas. C. II, v. 42-50: «San José y la Santísima Virgen, no viendo al Niño a su lado, creyeron cada uno por su parte que iría en compañía del otro» (Tradução da autora).
2 FILLION. Jesus Cristo segundo os Evangelhos. Op. cit. p. 87.
3 CLÁ DIAS. Op. cit. p. 136.
4 Ibid. p. 33.
5 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Feerias de sol, belezas de Deus. In: Dr. Plinio. São Paulo: Ano III, n. 22, jan. 2000, p. 32-33.
6 Ibid. p. 34.
7 CLÁ DIAS, João Scognamiglio. Como encontrar Jesus na aridez? In: O inédito sobre os Evangelhos. Comentários aos Evangelhos dominicais. Advento, Natal, Quaresma e Páscoa. Solenidades do Senhor que ocorrem no Tempo Comum. Ano C. Città del Vaticano-São Paulo: LEV; Lumen Sapientiae, 2012, v. V, p. 140-141.
8 Cf. BEAUDENOM, Léopold. Meditação LXXVI. Jesus perdido e achado. In: Meditações afectivas e práticas sobre o Evangelho. Porto: Educação Nacional, 1936, t. I, p. 362-363.
9 Ibid. p. 369.
10 SAN FRANCISCO DE SALES. Nas provas da vida interior, nas enfermidades da alma e do corpo, etc. In: HUGUET, S. M. (Org.). Pensamentos consoladores de São Francisco de Sales. 2. ed. São Paulo: Salesiana, 1926, p. 131-132.
11 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. «Senhor, atende-me na tua justiça!». In: Dr. Plinio. São Paulo: Ano IX, n. 97, abr. 2006, p. 13.
12 Cf. Loc. cit.
13 GONZÁLEZ Y GONZÁLEZ, Emilio. A perfeição cristã: segundo o espírito de São Francisco de Sales. Porto: Figueirinhas. [s.d.], p. 215.
14 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. O Sibarita, o herói e o Mártir do Gólgota. In: Dr. Plinio. São Paulo: Ano VI, n. 68, nov. 2003, p. 17.
15 Cf. GONZÁLEZ Y GONZÁLEZ. Op. cit. p. 216.
16 Cf. STINISSEN, Wilfried. A noite escura segundo São João da Cruz. 2. ed. São Paulo: Loyola, 2001, p. 13-14.
17 KEMPIS, Tomás. Imitação de Cristo. 3 ed. Petrópolis: Vozes, 2003, p. 113.
18 GONZÁLEZ Y GONZÁLEZ. Op. cit. p. 217.
19 Ibid. p. 217.

 

 

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