Redacción (Martes, 03-10-2015, Gaudium Press) Muchas veces se relaciona belleza con imagen. Pero estas son distinguibles, a pesar de no ser separables totalmente: hay conceptos hermosos e imágenes feas. Se puede decir bellamente la verdad, pero esta sólo termina de convencer cuando es demostrada y no apenas dicha. También se puede hacer bellamente el bien y decirlo, pero en el hacer ya lo está mostrando icónicamente. Porque es consistente y real el ser en el cual el hombre cree y su principio también es personal. 1
Y a pesar de que la filosofía moderna kantiana redujo la belleza a un elemento puramente subjetivo, en cuanto propiedad del ser, el pulchrum está íntimamente ligado a los atributos transcendentales: a lo verdadero, porque agrada aquello que es conocido por el intelecto, y al bien porque el objeto de lo bello satisface el apetito sensible. Sin embargo, hoy en día se nota que, infelizmente, se tornó natural al hombre no degustar más del pulchrum de la verdad como, por ejemplo, un pensamiento lógico de un Santo Tomás, que emite una belleza que no es literaria, sino que es la belleza inherente a la idea o a la verdad que el pone en evidencia, es la belleza del pensamiento puro, del contenido relacionado a la idea.
La belleza de la idea verdadera es un esplendor que refleja el lado espiritual del hombre, como un cristal que, absorbiendo la luz, crea la ilusión de que la luz que vive en él lo hace un foco de luz. Por lo tanto, el punto terminal del verum en plenitud, en esa consideración, es el pulchrum. Pero lo bello es, también, un tipo de amor que no puede ser separado del bonum como elemento de este amor. Y es por eso que el pulchrum no es sino el splendor veritatis y el splendor bonitatis. 2
Este sería un título autónomo del amor que hace ver la bondad y la verdad de las cosas, o sea, el pulchrum da una facilidad especial para amar. Cuando se dice que Dios reposó contemplando sus obras, eran estas mismas volviéndose hacia Él, en un acto de religión, cuya belleza es la del efecto que se vuelve a su causa. Ese modo de ver el pulchrum es algo que penetra en el hombre – liberándolo de su egoísmo -, un pulchrum al cual él se rinde amorosamente, deliciosamente, como en un éxtasis. Sale de sí mismo, de su pequeñez y se entrega a la grandeza y plenitud, como un hijo que readquiere a su padre, encontrándolo en lo Absoluto. Es una contemplación estética de las más altas, pues después de hacer toda especie de analogías de la cosa y llegar a su belleza, la contempla en Dios, como la Belleza en sí. Es una emoción estética que termina sustancialmente en un acto de carácter religioso y metafísico, además que inconsciente. Es un profundo pensamiento, que a través de los esplendores naturales allí contemplados, se llega al conocimiento del amor de Dios, a una experiencia transcendental de lo Absoluto. 3
Dios, por tanto, se manifiesta como un «horno», luminoso e incandescente, como luz iluminadora, que es lo Bello, y como calor vivificante, que es el Bien. Él es simple y su luminosidad e incandescencia se identifican. «El Bien y lo Bello se funden en la indivisibilidad. Entonces, el placer de ver la Belleza y las alegrías que sacian de poseer el Bien se compenetran; la inteligencia y el amor se licuan en la unidad del éxtasis».4 Contemplando lo Bello, el hombre se torna bueno, así como se torna bello amando el Bien.
Por la Hna. Juliane Vasconcelos Almeida Campos, EP
1) LLACH ACI, María Josefina. Otra mediación: la belleza, otro lenguaje: la imagen. Em: Revista Teología. Buenos Aires. No. 92 (Abr., 2007); p. 66.
2) CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Coletânea de conferências sobre o Pulchrum. São Paulo: s.n., 1966-1984. s.p.
3) Ibid., s.p.
4) DE BRUYNE, Edgar. L’Esthétique du Moyen Âge. Louvain: L’Institute Supérieur de Philosophie, 1947. p. 123.
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