Redacción (Martes, 10-11-2015, Gaudium Press) Transmitidas por las Sagradas Escrituras, numerosos son los pasajes en las cuales brilla la magnificencia del Omnipotente en la asistencia al pueblo elegido. No se hacía idea hasta entonces que a la fuerza creadora y manifiesta de Dios Padre vendrían a conciliarse la ternura y compasión de un Dios hecho Niño, para vencer con el amor lo que a la justicia no fuera reservado conquistar.
Si fuese de su voluntad, el Hijo podría haberse encarnado en su pleno desarrollo humano. Sin embargo, quiso hacerse un frágil Niño y sujetarse a todas las exigencias y cuidados propios a ese estado, disponiendo para sí de una Madre: «Un único Hijo puede crear a su agrado la madre de la cual Él debía nacer, perfeccionarla constantemente a fin de amarla siempre más, sin recelo de ver un límite impuesto a la generosidad y a la alegría de su amor». 1
Esta Madre, a su vez, correspondiendo al amor de que fuera objeto, desde los primeros instantes de su concepción santa e inmaculada, como un reflejo cristalino de la dilección que sobre Ella se posó, manifestó, con extremo de bondad, su desvelo y cariño por los que la rodeaban. Con un refinamiento todo especial, esta preocupación materna alcanzó su clímax en la Encarnación del Verbo.
Mientras tanto, como para esconderse bajo los rayos de la Luz que trajeron al mundo, quiso trazar las líneas de su existencia en el más oscuro y discreto silencio, prefiriendo que solamente el Padre Eterno viese sus obras de amor a los hombres.
Los Evangelios no nos dicen mucho al respecto de María. Encontramos una referencia condensada a la gloria y excelencia de la Virgen: «Y Jacob engendró a José, esposo de María, de la cual nació Jesús, que se llama el Cristo» (Mt 1, 16).
Hecha Madre de Dios, el insuperable amor maternal de la Virgen María no se limitó apenas al Hijo Unigénito -lo que de sí ya seria grandioso en extremo-, pero se extendió a todos los que tuvieron la alegría de disfrutar de su convivencia en esta Tierra. Y, estando la Virgen en la gloria eterna, puede hacer mucho más por los hombres y por la Iglesia, en cuanto Madre y Reina. De hecho, actualmente no se concibe a la Iglesia sin la figura de María Santísima.
Ese amparo maternal de Nuestra Señora a cada hijo suyo se manifiesta con un matiz diferente, pero siempre sublime. En ese sentido, la historia de cada hombre, cuando dócil a los llamados de la Madre Celeste, puede ser resumida en una escalada de sublimes comunicaciones entre Madre e hijo: María y cada hombre en particular. Y cuanto más esta relación se torna íntima e intensa, tanto más la vida adquiere brillo. El ánimo de la vida viene cuando se toma contacto con la maternalidad de María y se experimenta sus caricias, porque entonces las alas para el vuelo a Dios comienzan a nacer.
«Dos aspectos fundamentales caracterizan esa vida mariana de nuestros tiempos: Quieren las almas ver a Nuestra Señora, no en una aureola de éxtasis y distante, lejos de nosotros, envuelta en una dignidad inaccesible, pero sí como una MADRE».2
Por la Hna. Raphaela Nogueira Thomaz, EP
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1 OLLIVIER, Marie-Joseph. Les amitiés de Jésus. Paris: P. Lethielleux, 1929, p. 3. (Tradução da autora).
2 PHILIPON, M. A verdadeira fisionomia de Nossa Senhora. Trad. D. Frei Luiz Palha, OP. Rio de Janeiro: Olímpica, [s.d.], p.15.
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