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Las lámparas de bronce y de cristal

Redacción (Martes, 17-11-2015, Gaudium Press) Un sol radiante y cálido recibía a doña Lucilia Ribeiro dos Santos, una noble dama brasileña, y a sus hijos a su llegada al puerto de Santos, donde los esperaba su esposo, el Dr. João Paulo, el 17 de abril de 1913. Había tenido que anticipar su vuelta, dejando a su madre, doña Gabriela, y a otros parientes en Europa.

1.jpgAsí concluía, pisando suelo brasileño, un importante episodio de su vida. Mientras el tren que los llevaba a São Paulo iba subiendo lentamente la Serra do Mar, doña Lucilia contemplaba de nuevo esas elevaciones cubiertas de una exuberante vegetación tropical, salpicada aquí y allá de vistosos manacás, que tanto le gustaban, intensamente floridos. Tales impresiones se mezclaban en su espíritu con el recuerdo de los esplendores y tradiciones del Viejo Continente que acababa de dejar.

En la estación de la Luz ya se encontraban esperando algunos criados cuando llegaron a la capital paulista, para darles la bienvenida y recoger su equipaje. Sin duda eran los más antiguos de la casa, cuya nostalgia de tan larga ausencia les daba una alegría mayor por el regreso de los que tanto respetaban. Evidentemente eran otros tiempos. El espíritu patriarcal y familiar impregnaba aún de una profunda bienquerencia las relaciones entre las clases sociales y hacía que los reencuentros entre patrones y empleados, después de prolongadas separaciones, se revistiesen de la dulzura de verdaderos acontecimientos familiares.

Un corto recorrido en un landó hasta la alameda Barón de Limeira constituía la etapa final de ese largo viaje. Al girar en la última esquina ya se divisaba el palacete Ribeiro dos Santos y en pocos segundos se encontraron ante la escalinata de mármol de la entrada principal. Alertados por el movimiento del carruaje, los miembros más jóvenes de la servidumbre salieron enseguida al encuentro de los recién llegados. Doña Lucilia los acogió con las palabras de bondad que rebosaban de su afable corazón y que nunca faltaron en sus labios.

Tras el intercambio de los primeros saludos, subió las escaleras y entró en la noble y recogida atmósfera del santuario familiar. ¡Cuántos recuerdos le vinieron a la mente en ese momento! Entonces empezó a recorrer, lentamente, esos ambientes tan acorde a sus gustos: la salita de las visitas, el salón… Sin embargo, su mirada se volvió interrogativa al darse cuenta de que las lámparas de esas habitaciones ya no eran las mismas ni hacían juego con el ambiente.

¿Qué había ocurrido?

De hecho, había sido contratado un ingeniero para que hiciera algunas reformas en la casa durante el viaje de la familia a Europa. Doña Lucilia acababa de comprobar que, lamentablemente, el cambio de las lámparas no había sido de lo más acertado. Sin ningún tipo de sobresalto o impaciencia, fue preguntando a los criados por el destino de las antiguas lámparas de bronce, hasta que uno de ellos le contó que habían sido vendidas a un pequeño comerciante del barrio.

Después de un merecido y necesario descanso, tras el largo viaje, doña Lucilia trató de reparar el error cometido por el ingeniero. No obstante, después de recorrer algunas de las mejores tiendas de la ciudad, concluyó que era imposible
conseguir unas lámparas iguales o mejores que las anteriores. Por lo tanto, decidió ir a hablar con el comprador de las antiguas.

Encontró al modesto comerciante sentado en la puerta de una caseta, limpiando con mucho afán las hermosas piezas de cristal y el armazón de bronce dorado, que constituían el encanto de aquellos objetos, ya desmontados.

El Palacete Ribeiro dos Santos

Al ver que se acercaba tan distinguida dama se levantó en seguida y se quitó el sombrero en señal de respeto. Doña Lucilia lo saludó amablemente y le explicó lo ocurrido, haciéndole ver la dificultad en la que se encontraba y manifestándole su deseo de readquirir las lámparas. Cuando le preguntó cuánto pediría por ellas, el hombre, a pesar de su sencillez, respondió gentilmente:

– Nada, señora. Nada. Le ruego me complazca en servirla.

Doña Lucilia no sería ella misma si no se negase:

– No, eso no puede ser. Usted invirtió dinero en ellas, ha gastado productos de limpieza, está dedicándole tiempo y dándose el trabajo de pulirlas. Al comprárselas, las compro mejoradas y es natural que le pague incluso algo más.

Al tener ante sí a tan noble señora, el comerciante se sentía movido a actos de caballerosidad:

– Es verdad, pero para mí es más valioso el placer de servirle a usted que el lucro que saco. Hágame el favor de quedarse con las lámparas.

Doña Lucilia respondió:

– Discúlpeme, pero en ese caso no me las puedo llevar. Usted me deja en una situación muy difícil, ya que en São Paulo no hay otras iguales.

Él continuó insistiendo y no aceptó ni siquiera una propina. Días después, las lámparas estaban de nuevo en la casa de los Ribeiro dos Santos, perfectas e instaladas nuevamente.

El noble comportamiento de ese modesto comerciante, más propio a figurar en las páginas de una historia del Ancien Régime, nos deja entrever cómo doña Lucilia animaba a las almas a practicar la virtud, con su dulce y elevada acción de presencia.

(Tomado de Caballerosdelavirgen.org)

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