sábado, 23 de noviembre de 2024
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¿Una "cuarta venida"?

Redacción (Martes, 01-12-2015, Gaudium Press) Parece una paradoja pero no lo es: el adviento es tiempo a la vez de penitencia y de alegría; coloca en equilibrio armonioso las almas de los fieles que se preparan para acoger al Mesías. Pone en ellas una saludable tensión que se suaviza con el bálsamo de la esperanza. En realidad, fe, esperanza y caridad -las virtudes teologales, se ejercitan maravillosamente cuando el adviento es vivido en plenitud.

La liturgia de la Iglesia llama nuestra atención para las dos grandes venidas de Jesucristo que marcan con un sello indeleble la historia de la humanidad: la primera venida, en la plenitud de los tiempos, cuando el Verbo se encarna en las entrañas purísimas de la Virgen María; y la segunda o última, al fin de los tiempos, cuando Jesús venga a juzgar a vivos y muertos. En la primera venida Jesús vino en carne mortal a padecer. En la segunda, que constituye una de las grandes expectativas de la Iglesia, vendrá en pompa, majestad y gloria.

Nino_Gaudium_Press.jpgPor su parte, San Bernardo de Claraval nos habla en un texto inspirado de una «tercera venida»: «Además de la primera y de la última, hay una venida intermedia. Aquéllas son visibles, pero ésta no. (…) La intermedia, es oculta, y en ella sólo los elegidos ven al Señor en lo más íntimo de sí mismos, y así sus almas se salvan. De manera que, en la primera venida, el Señor vino en carne y debilidad; en esta segunda, en espíritu y poder; y, en la última, en gloria y majestad».

Esta venida intermedia, se da cuando la gracia sobrenatural obra en nuestras almas. A bien decir, son muy numerosas las ocasiones en que se manifiesta el Señor de esta manera; son gracias que asumen diversas modalidades: suficientes, habituales (o santificantes), actuales, de estado, cooperantes, operantes o místicas… Es Jesús que pasa y golpea a la puerta, una y mil veces a lo largo de la vida.

Lope de Vega, inmortalizó en los versos de un soneto esos toques de la gracia, a menudo no correspondidos por las personas: «¡Cuántas veces el ángel me decía:
«Alma, asómate ahora a la ventana, verás con cuánto amor llamar porfía»! ¡Y cuántas, hermosura soberana, «Mañana le abriremos», respondía, para lo mismo responder mañana!» Cada vez que el Señor llama y un corazón le responde, se patentiza esa venida intermedia (o esas venidas intermedias).

Tres venidas, pues. ¿Podríamos hablar de una «cuarta venida»? Creemos que sí, y con toda propiedad. Es el advenimiento personal de Cristo, oculto bajo las especies eucarísticas. El Señor llega al altar invariablemente cada vez que un sacerdote pronuncia las palabras de la consagración sobre el pan y sobre el vino en el curso de la santa Misa. Esa llegada es permanente, ya que a todo momento se está celebrando la Eucaristía en algún lugar de la tierra.

Entonces, los sitiales donde se operan esas diversas venidas de Jesús son: en la primera, las entrañas de una Virgen Inmaculada; en la segunda o la última, unas nubes para sentarse en un majestuoso trono (el Apocalipsis nos dice que llegará montado en un brioso corcel blanco); en la tercera o intermedia, un corazón que le acoja; y en la cuarta, un altar sacrificial. Y todo esto ¡misterio ademirable! sin que Él nunca deje su asiento a la derecha del Padre.

Esta «cuarta venida» de que hablamos es, propiamente, lo que alimenta la vida sobrenatural que nos fue dada en el bautismo. No en vano la Eucaristía es comida, es pan, es carne, es remedio; no es un don etéreo que no se nota ni se mide. Es sacramento, signo sensible, algo que se experimenta y que se comparte y que llega a tener una dimensión social.

Es de esta «cuarta venida» que vive la Iglesia. Ella se nutre de la Eucaristía y existe para celebrarla. Al final de la historia, después de la última venida de Cristo, cesará la presencia eucarística para dar lugar a la visión y a la pose definitiva de Dios en el banquete eterno. Mientras tanto, la Eucaristía es el pan del camino, el viático necesario, semilla de eternidad.

Es por eso que cada comunión es un encuentro trascendental. Tanto la recepción del cuerpo de Cristo cuanto el tiempo de adoración que se pasa ante las especies consagradas, sustentan nuestra vida sobrenatural, más o menos como las pulsaciones del corazón son garantía de la vida natural y de la buena salud de nuestro cuerpo.

La «cuarta venida» marca a fondo el alma. Es Él que viene… pero también somos nosotros que, atraídos por Él, vamos a sus pies. Haciendo una comunión espiritual o hasta leyendo esta meditación… es junto a Él que vamos para encontrarlo y ser transformados ¡Qué maravilla es una vida eucarística bien llevada!

Pidamos al Señor por medio de la Virgen María elevar nuestras mentes a esas consideraciones y ser confirmados en su gracia. Demos más atención a las virtudes teologales que anidan en nuestra alma desde el día bendito de nuestro bautismo. Se trata de ejercitar los dones de creer, de esperar y de amar. Se trata, también, de experimentar la presencia, la cercanía y la intimidad de un Dios que nos ama sin límites y que nos da todo -¡se da a Sí mismo!- para beneficiarnos, exponiéndose a las más atroces sacrilegios, como lo hemos visto recientemente.

Todo lo demás, la misma eternidad feliz, vendrá como consecuencia.

Por el P. Rafael Ibarguren, EP

 

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