Redacción (Viernes, 18-12-2015, Gaudium Press) Poco después de Pentecostés, un ministro etíope, hombre instruido, iba leyendo al profeta Isaías durante el camino de regreso de Jerusalén a su país y se encontró con San Felipe. Cuando éste le preguntó si comprendía lo que leía, le respondió el etíope: «¿Y cómo voy a entenderlo si nadie me guía?» (Hch 8, 31).
San Felipe bautiza al Etíope – Museo Saint Loup, Troyes |
Al igual que él, todos tenemos necesidad de ser instruidos, especialmente sobre las verdades eternas. Para ello, Dios constituyó a su Hijo como Maestro, y nunca dejó de suscitar, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, almas providenciales que predicasen a los hombres la conversión (cf. Lc 16, 29): Moisés, Elías, Juan el Bautista, el diácono Felipe, San Pablo…
Desde entonces, y hasta hoy, siempre habrá en la tierra alguien destinado a afirmar ante el mundo que «hay un Dios en Israel» (cf. 2 R 1, 3). Asimismo, Dios nos está hablando constantemente en nuestro interior, por medio de la conciencia que, a servicio de la ley moral, nos señala la dirección correcta.
La verdad, por tanto, nos es mostrada siempre. Luego, el problema radica en tener los oídos dispuestos a aceptar la voz de Dios. No hacerlo es la peor desgracia. Además de ocasionar la caída en el pecado, deformar la mente y corromper el corazón, el tapar los oídos a esa voz distorsiona la conciencia, puesta por Dios en nuestra alma para apartarnos del mal camino. Sin el recurso de ver nuevamente y con cuidado cada paso dado, confiriéndolo con la voluntad de Dios, la desviación sólo tiende a ir en aumento. El alma, entregada a su propia subjetividad, pierde paulatinamente el sentido de la orientación hacia la eternidad y llega a negar inclusive que exista una dirección correcta y una dirección equivocada, so pretexto de «seguir su conciencia».
Ahora bien, la conciencia no es la última instancia de la ley moral, sino únicamente un auxilio para adecuar nuestra voluntad a la de Dios (cf. San Juan Pablo II. Dominum et vivificantem, n.º 43). Deformarla a fuerza de pecar equivale a actuar como el capitán de un barco que altera su brújula para que le marque el rumbo que él desea; sin embargo, los arrecifes no van a cambiar de posición por eso. Y, salvo un milagro, la embarcación terminará yéndose a pique, del mismo modo que zozobrará ante el Juicio de Dios el hombre que haya hecho su recorrido en esta tierra guiado por la brújula de su propia «ley moral». «No quieras torcer la voluntad de Dios -enseña San Agustín- para acomodarla a la tuya; corrige en cambio tu voluntad para acomodarla a la voluntad de Dios (Enarratio in psalmum CXXIV, n.º 2). Por consiguiente, si la conversión consiste en poner en práctica la Palabra de Dios (cf. Mt 7, 21), ante todo, hemos de tener el oído del corazón abierto para escucharla. Y cuando lo hagamos debemos saber distinguir si viene del Pastor o del ladrón (cf. Jn 10, 1 5), si pertenece a Cristo o al diablo.
«Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen», dice Jesús (Jn 10, 27). Así pues, hay ovejas que escuchan la palabra de otros «pastores». Al fin y al cabo, la voluntad del hombre sigue siendo siempre libre… incluso para forjar su propia desgracia.
(Editorial Rev. Heraldos del Evangelio – Enero 2015)
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