Redacción (Lunes, 21-12-2015, Gaudium Press) Se cuenta un hecho curioso de la vida de San Francisco Javier que, encontrándose en las lejanas tierras de las Indias, recién llegado de Portugal, inició su misión apostólica entre este pueblo completamente desconocido para él. A medida que el tiempo pasaba, San Francisco descubría la mentalidad y el modo de ser de los orientales, encontrando en ellos grandes habilidades que mucho podrían contribuir para la glorificación y expansión del Cristianismo en aquellos parajes.
En una de sus actividades apostólicas, se deparó por primera vez con un grupo de personas provenidas de Japón, encantándose, sobretodo, con la gran sabiduría de esta gente. En esta ocasión, San Francisco, como un buen hijo de San Ignacio, no tardó en usar su inteligencia para intentar, a través de estos japoneses, expandir, de alguna forma, su apostolado. Suplicó entonces a ellos que hiciesen llegar al Rey un pedido de su parte: una autorización para evangelizar Japón.
Ahora, la realización de su idea no fue tan fácil cuanto pensara. Después de varios intentos de un encuentro con el monarca, que resultaron frustrados, pensó lo siguiente: conociendo la apetencia de los japoneses por todo lo que hay de belleza, intentaría, de alguna manera, presentarse delante del Rey, vistiendo las suntuosas vestiduras de aquella nación. De esta forma, podría conseguir más fácilmente la estima del monarca, reluciendo a sus ojos como alguien de valor.
De hecho, ¡así fue realizado! En una de las ceremonias efectuadas en el palacio real, San Francisco consiguió presentarse delante del monarca, llevando consigo veintinueve portugueses más, todos vestidos con trajes de gala.
Llegando al palacio, San Francisco organizó una entrada en cortejo con un cuadro de Nuestra Señora, deseando que la Virgen Santísima, con sus gracias, comenzase en aquel instante a tocar las almas. En pocos minutos, San Francisco estaba delante del monarca pagano. Él y sus compañeros lo saludaron con grandes venias y, en seguida, el apóstol pronunció un discurso, esparciendo el buen olor de Nuestro Señor Jesucristo delante de todos. Delante de tanta belleza, pompa y, sobretodo, viendo de cerca la magnificencia del espíritu católico en aquellos treinta occidentales, el monarca se conmovió y tornó realidad el sueño de San Francisco de evangelizar y convertir Japón.
Este hecho, ocurrido en el Japón del s. XVI, bien puede representar la actuación del ceremonial en la Historia. Dios creó los hombres con una naturaleza que constantemente lo busca en la Creación. Tal como los japoneses conocidos por San Francisco, frecuentemente, el ser humano crea símbolos, ritos y ceremonias para transponer, de forma material, aquella sed de lo Divino puesta en su alma.
Así, por disposición divina, la humanidad fue llamada a reflexionar el propio Dios en la esfera temporal, sea en sus actos, sea en sus obras, en cualquier época de la Historia, buscando sobre todo en Dios su modelo perfecto. De hecho, la gloria de Dios es el fin último de todas las cosas, y, cumple sobre todo a los seres inteligentes, mediante el recto uso de su libre arbitrio, ofrecer una alabanza voluntaria a su Creador.
Entretanto, a lo largo de los siglos los hombres se volvieron para sí, se olvidaron de su Creador y decayeron tanto al punto de tornarse los neopaganos del siglo XXI.
Pero Dios no abandona a sus hijos y, para traerlos nuevamente a sí, suscita, en la Iglesia, instituciones que, a través de la belleza, sobretodo presente en las ceremonias, despiertan en ellos – como ya había hecho con los de antes – el sentido de lo maravilloso adormecido en sus almas, inclusive invitando a muchos de ellos a servir de forma especial como instrumentos para la implantación del Reino del Inmaculado Corazón de María, que no es sino el propio Reino de Cristo, en la Tierra.
Por la Hna. Michelle Sangy, EP
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