Redacción (Sábado, 26-12-2015, Gaudium Press) Pasó la noche de Navidad una vez más sobre el planeta tierra. Noche de un intenso azul oscuro que se ilumina con la estrella de David porque su esperado descendiente ha nacido ya. Inolvidable para la humanidad mientras este mundo siga siendo mundo. Bastará una sola alma -en cualquier cuadrante de esta esfera que Dios nos dio para habitar- que recuerde el significado de esta noche, para que se cumpla que las puertas del infierno nunca prevalecerán contra la Iglesia de Jesús. Esto lo debe saber muy bien el obstinado enemigo de esta conmemoración.
Si es verdad que puede existir vida inteligente en otros planetas de nuestra galaxia, tal vez ella no deja de registrar que uno de ellos se ilumina especialmente al inicio de este equinoccio y el universo resplandece más. El nacimiento del Hijo de Dios creador de todo el universo en carne humana tomada del seno virginal de una doncella judía inmaculada, no puede ser un acontecimiento cualquiera. La Redención fue como una nueva creación metafísica, sagrada, sobrenatural que tiene que conmocionar al universo entero. El propio Dios nos pagó la deuda que habíamos adquirido, nos dejó el camino de la verdad y nos insufló nueva vida. ¿Qué más podemos pedir? Las puertas de la eternidad feliz nos fueron abiertas de nuevo. El pobre Adán y su estirpe de patriarcas y profetas retenidos en el Seno de Abraham podrían ya entrar a tomar posesión del Reino prometido. El camino quedó abierto.
Navidad sin Jesús, María y José es apenas una fiesta más sin mucho contenido. La feliz idea de San Francisco de Asís reuniendo en una escena infantil y maravillosa -que el paso de los años y las generaciones ha ido enriqueciendo con más y más detalles inocentes y bellos- ángeles, hombres, reyes, pastores, estrella y animales, gente humilde y potentados, minerales y resinas de las plantas para rendir homenaje con cantos populares y villancicos en todos los idiomas al Creador y Redentor de todo ello en una fría cueva de Palestina, más parece una revelación del Cielo que una simple representación.
El santo pesebre que acostumbran los sacerdotes a bendecir antes de comenzar la Novena del Niño Dios, es una alegre síntesis del orden del universo, y en el centro de él, un frágil niñito pobre y maravilloso de la regia estirpe que escribió la páginas históricas más grandiosas de Israel.
Recordemos una vez más: mientras haya Navidad católicamente celebrada, las fuerzas infernales jamás prevalecerán contra nuestra santa Iglesia. La tierra seguirá girando alrededor del sol y trasladándose en el universo, y con ella aferrados al planeta por la ley de gravedad que Dios impuso, cientos de miles de hombres y mujeres de todas las edades, razas y condición social todavía recordaremos que Dios se hizo hombre para habitar entre nosotros hasta la consumación de los siglos.
Por Antonio Borda
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