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El Fenómeno del Contagio

Redacción (Domingo, 17-01-2015, Gaudium Press) Cierta vez San Francisco de Asís pidió a Fray León, su allegado discípulo, que lo acompañase pues iría a predicar un sermón. Salieron del convento, anduvieron de un lado a otro de la ciudad y volvieron después de cierto tiempo. Fray León, perplejo, preguntó a San Francisco, pensando que se había olvidado, qué había pasado con el sermón. A esto el santo le respondió: «nuestro caminar por las calles ha sido el sermón». Había sido el fenómeno del contagio. Ver un monje tan humilde, tan recogido en oración, tan compenetrado del llamado a la pobreza que Dios le hizo, fue un testimonio penetrante, fue una predicación.

Lo relatado nos hace considerar cómo el hombre se contagia del ejemplo y de las opiniones de los que lo rodean. También los ambientes juegan un papel preponderante en lo que podríamos llamar de contagio. Es imposible que encontrándose dos hombres no se influencien mutuamente, sea para el bien, sea para el mal. Muchos se preocupan por la prevención de enfermedades contagiosas. Pocos se dan cuenta o percatándose, toman una actitud de vigilancia, ante los peligros de contagio «espiritual» en el convivio de los hombres.

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San Francisco de Asís, por Zurbarán

La influencia que ejercía un San Francisco de Asís era similar al impacto que producía un San Juan María Vianney, el famoso cura de Ars, que siendo poco inteligente y de presencia simple, ejercía tal estremecimiento que, preguntado un viñador del Mâcnnais qué había visto en la aldea de Ars, respondió: «He visto a Dios en un hombre». Era tan santo, que se veía que él no era Dios, pero se percibía que Dios estaba en él, algo de sobrenatural trasparecía en su persona.

Una mirada, una actitud de silencio, una media palabra, una presencia, pueden crear una atmósfera en un lugar. Al mismo tiempo, la acción que ejercen los ambientes, las costumbres, los edificios, las ceremonias, el arte en general – cuando no y destacadamente la música -, así como también otros y numerosos factores que conforman el convivir cotidiano de los hombres, tienen su poderoso efecto.

Recordando los tiempos del gran Patriarca del monacato occidental San Benito con sus monjes, en el silencio, la disciplina y el trabajo, la oración, el estudio y el ceremonial litúrgico, acabaron cristianizando un continente, y esto repercutiendo en el mundo a través de los siglos. En su accionar ejercían una sana influencia sobre pueblos y ciudades, marcando el entorno con el buen ejemplo de su «ora et labora». A través de la irradiación de su mística, ideal de vida y virtudes, transmitían agradable perfume a sus alrededores y en sus misiones apostólicas, «llegando al gran movimiento de piedad y renovación en el que se formó la idea de Europa» (Joseph Ratzinger, Convocados en el camino de la fe).

No parece ser la oportunidad de desarrollar los diversos tipos humanos que a través de la historia fueron apareciendo como «modelos de contagio». Pero sí recordar que, a partir de la mitad del Siglo XX, aparecieron nuevos y singulares en medio del deterioro de la sociedad. La Primera Guerra Mundial señaló el fin de un tipo humano caracterizado por una forma de ser más ceremoniosa, donde la educación y la cultura tenían un peso muy grande en las relaciones humanas. Tiempos en que la influencia religiosa era aún destacada en la vida social y personal.

Entraba en escena la llamada «revolución cultural», calificada por no pocos como postmoderna, reflejando estereotipos de vida caracterizados por las malas maneras, la suciedad, la completa falta de compostura. Actitudes incompatibles con las costumbres ordenadas del convivir humano fruto de la evangelización que, a través de los siglos, sacó a los hombres de la barbarie. Conductas que iban desviando a las almas del bien y, a la larga, de la verdadera religión. Era, y es, la penetración del desorden, contrario visceralmente al propio Dios, autor de todas las formas de orden.

Se fue produciendo una quiebra de los padrones de vida repercutiendo en el desarrollo del pensamiento. Este acontecimiento coincidía con lo que Pablo VI señalaba: «numerosos psicólogos y sociólogos, afirman que el hombre moderno ha rebasado la civilización de la palabra, ineficaz e inútil en estos tiempos, para vivir hoy en la civilización de la imagen» (Evangelli Nuntiandi, 42). El cine, impulsado especialmente desde los Estados Unidos, con sus imágenes, fue dando los modelos a ser seguidos. Era la influencia de Hollywood, que inundando especialmente al mundo occidental, marcó una época en la historia del pensamiento. Ya hoy el modelar del pensamiento de las personas lo hacen más los medios modernos de comunicación. Dejaron de predominar los bienes del espíritu destacándose lo material ante todo; como si la vida fuese sólo la búsqueda del éxito y el bienestar temporal. Salud, dinero, felicidad, son los mitos. Culminando con la deformación de las propias reglas morales.

«Vivimos en un tiempo caracterizado en gran parte por un relativismo subliminal que penetra todos los ambientes de la vida», decía Benedicto XVI (24-9-2011). Este fenómeno -en el que la verdad completa no es considerada- ha llegado a tener carta de ciudadanía en los estilos de vida, influyendo en las relaciones humanas, y por lo tanto sobre la sociedad, por el «efecto-contagio».

Preocupaba seriamente a Juan Pablo II la avalancha de cambios culturales que se vivían. Decía que, urgía restablecer el cuerpo cristiano de la sociedad humana, y esto sólo se conseguiría con la presencia de testigos de la fe cristiana, que superen «la fractura entre el Evangelio y la vida, recomponiendo en su vida familiar, en el trabajo y en la sociedad, esa unidad de vida, que en el Evangelio encuentra inspiración y fuerza para realizarse en plenitud» (Mane Nobiscum Domini, 34).

Rehacer, recomponer, restaurar la vida cristiana en la sociedad es el desafío. Para lograr eso, se hace necesaria una coherencia que supere la «fractura» de vida que sufren los hombres de hoy. Sólo se logrará con el «impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico» (Decreto Conciliar Apostolicam actuositatem, 5).

Por el P. Fernando Gioia, EP

(Artículo publicado en LaPrensaGrafica.com, 16-01-2016)

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