Redacción (Martes, 26-01-2015, Gaudium Press) Un joven teólogo -M.Neubert- analiza lasrazones, o mejor dicho,las analogías deorden natural que nosayudan a comprender el éxito y la eficaciade la devoción a la Santísima Virgen.Esta devoción a Nuestra Señoranos conduce a todos a buen término.Constituye un axioma católico que Ellasea para el mundo entero un medio seguro
de santificación.
Sin duda, la razón fundamental deello, la única razón evidente, es la voluntadde Dios. Él ha querido darnosa Jesucristo por medio de la VirgenSantísima -comenta Bossuet- yesa determinación no cambia nunca,y los dones de Dios son irrevocables(cf. Rm 11, 29). Siempre será verdadque al haber recibido a través de Ellael principio universal de la gracia, obtengamostambién por su intercesiónlas diversas aplicaciones de este don,en cualquiera de los variados estados
que componen la vida cristiana.
Sin embargo, nada impide que, a la par de esta explicación teológica, sobrenatural, que examina las cosas desde el punto de vista divino, se procure una explicación psicológica que lo corrobore.
Armonía entre la devoción a la Virgen y el progreso de un alma
¿Cuáles son las armonías que existen en nuestra naturaleza entre la devoción a la Santísima Virgen y el progreso de nuestra alma?
Un primer factor del progreso humano es el esfuerzo personal: lo difícil es inducir y sustentar el esfuerzo de la voluntad. Nuestra voluntad es estimulada por las ideas, pero ideas vigorosas que a la vez son conocimiento, sentimiento y deseo. Ahora bien, de estas robustas ideas, la más fuerte es aquélla que está enfocada hacia la persona amada. El que ama vuela, corre, se alegra y está dispuesto a lo que sea. Tener devoción a María es amarla, y amarla es hacer lo que Ella desea y evitar lo que a Ella le desagrada.
¡Cómo los pensamientos que tantas almas habían puesto en María les supuso, por ejemplo, conseguir la fuerza necesaria para salir triunfantes de las tentaciones -las más violentas y frecuentes, sin lugar a dudas- contra la más delicada de las virtudes!
Una afirmación de esto la encontramos en una experiencia en el orden humano. Un niño que era solicitado durante mucho tiempo por las sugerencias y pérfidos argumentos de un compañero perverso termina por dudar de su deber y dejarse arrastrar por el mal. No obstante, sus ojos se cruzan con los de su madre y en esa silenciosa mirada siente la gravedad de la acción que iba a cometer y logra el valor suficiente para hacer cualquier sacrificio que sea con tal de no entristecerla.
De esa misma manera, ¡cuántas almas atormentadas durante mucho tiempo por las tentaciones, casi al punto de ceder, al pensar en su Madre celestial, tan afectuosa y amada, tan pura y deseosa de verlas también puras, sentían que aquéllas desaparecían y un nuevo vigor las armaba contra el mal! Este tipo de victorias acostumbra a permanecer sepultado en el secreto de las conciencias, sin embargo, ¡qué frecuentes son!
Fuerte contra las tentaciones, los pensamientos puestos en María son igualmente eficaces para darnos un empuje en las vías del sacrificio. No hay ningún santo cuya vida no nos ofrezca elocuentes ejemplos a este respecto.
Humildad y confianza en Dios
Dios nos pide que el esfuerzo lo hagamos nosotros, pero esto no es suficiente. No pasa de ser una condición dispuesta por Dios para que recibamos la gracia, que nos viene únicamente de Él. No debemos contar con nuestros propios esfuerzos, si deseamos que estén coronados por el éxito, sino contar con Dios.
Ahora bien, con la devoción a la Santísima Virgen esos dos sentimientos se ven favorecidos de manera admirable.
En primer lugar, porque alimenta nuestra humildad. No hay duda que se puede ser humilde en la presencia de Dios sin tener que invocar a María; éste sería el caso, por ejemplo, de un protestante de buena fe para quien pedir el auxilio de María sería ofender a Dios. Sin perjuicio de ello, también es cierto que recurrir a la intercesión de María para llegar a Dios, ir a Dios por medio de María, sería reconocer que no somos dignos de acercarnos a Él por nosotros mismos; sería admitir nuestra miseria, nuestra indignidad delante de Él; sería, sin siquiera darnos cuenta de ello, realizar un acto de humildad. He ahí el motivo por el cual San Luis María Grignion de Montfort insiste tanto en las relaciones entre la devoción a María y la práctica de la humildad.
También alimenta, por otra parte, nuestra confianza en Dios. Creemos en la misericordia divina, pero nuestra fe es con frecuencia sólo teoría y está expuesta, en realidad, a graves deficiencias. En esos momentos oscuros el pensar en Nuestra Señora constituye para nosotros un haz de luz que nos da confianza.
No porque juzguemos que la Santísima Virgen tenga un corazón más mi sericordioso que el de Dios mismo, sino porque es como un argumento vivo que nos toca más de cerca y nos ayuda a palpar mejor la misericordia divina. Igual que ver a la Magdalena a los pies de Jesús nos hace comprender la bondad del Salvador más que lo haría una idea abstracta de su divina perfección, de la misma manera la contemplación de María nos hace entender y sentir, mejor que cualquier razón, la misericordia de Aquél que nos ha dado tal Abogada y tal Madre.
Sin devoción a la Virgen, la religión queda teñida de racionalismo
Estas dos disposiciones -humildad y confianza- constituyen la base misma del sentimiento religioso. Y es por esta razón que el alma piadosa concibe la devoción a la Santísima Virgen.
Un alma que cesa de comprenderla deja de ser religiosa o está presta a fabricarse para sí misma una religión más o menos teñida de racionalismo, como ciertos estoicos bautizados que conformaron su espiritualidad más en los libros de moral de los estudios universitarios que en los autores ascéticos.
Para estas almas Cristo no es más que un modelo que posa delante de ellas; no es un amigo que en ellas vive y las hace vivir.
Llegará el día en que, tras inútiles esfuerzos, reconocerán al fin su radical flaqueza y humildemente se arrojarán a los brazos de Dios. En ese día se volverán también hacia la Santísima Virgen.
El motivo por el cual tantas personas poco a poco abandonan una determinada religión y se contentan tan sólo con una simple filosofía es éste: eliminan la devoción a la Virgen María para ir directamente -según creen- a Jesucristo. Sin embargo, perdiéndola de vista a Ella, pierden rápidamente también al Señor.
Dice el Cardenal Newman en su magnífica «Carta a Pusey» sobre el culto a Nuestra Señora:»A María le ha sido confiada la custodia de la Encarnación. Así, si miramos a Europa, comprobaremos cómo las naciones y los países que han perdido la fe en la divinidad de Cristo son precisamente los que han abandonado la devoción a su Madre, y que, por otro lado, los que más se distinguieron en su culto conservaron la verdad…».
Al trazar el mapa de la devoción a María, habremos diseñado el plano de la expansión y de la conservación de la fe cristiana, y no sólo en el siglo XIX ni a partir de la Reforma, sino a lo largo de toda la Historia de la Iglesia, como concluiría el mismo Neubert en su tesis, al respecto de los primeros tiempos del cristianismo, donde » en suma, toda la historia de los orígenes de la mariología se presenta como la historia de la defensa y de la propagación de la cristología. La Madre era la garantía del Hijo, y la gloria del Hijo chorreaba a borbotones sobre la Madre» .
Las grandezas de María sólo pueden ser entendidas por su relación con la Encarnación
El Evangelio es la vida de familia con Dios. Será llamado Emmanuel: Dios con nosotros, Dios nuestro Padre, Jesús nuestro hermano primogénito, llegado hasta nosotros para encontrarnos y reconducirnos al Padre.
Pero nunca comprenderemos a Dios como siendo nuestro Padre, si no es pensando en la dulce Madre que Él nos ha dado. Y jamás comprenderemos a Jesús como hermano primogénito, a no ser que le contemplemos junto con María, nuestra Madre común. Y como no debemos aislar a Jesús de María, tampoco podemos separar a María de Jesús.
María nos ayuda a entender a Jesús. No es posible meditar en los privilegios de María sin comprender mejor a su Hijo, de quien y por causa de quien Ella los ha recibido.
Pero, recíprocamente, sólo en Jesús podemos conocer a María: Jesús es la razón de ser de María, y no sería lo que Ella es de no ser por la Encarnación y Redención. Quien exaltase las grandezas de María sin mostrar sus relaciones con la Encarnación lo estaría haciendo a medias y daría una sólida impresión de persona extraviada.
Por eso algunos libros, algunos discursos pomposos sobre la Santísima Virgen dejan una sensación de vacío, de insipidez, de hipérbole. Nunca correremos el riesgo de parecer exagerados cuando hablemos de María si tomamos el cuidado de presentarla junto con su divino Hijo. Querer admirar a María haciendo abstracción de Jesús es tan absurdo como extasiarse con los esplendores de una aurora en un día en el que el sol esté cubierto de nubes cenicientas.
Si quisiésemos pasar revista a las virtudes cristianas y a toda la diversidad de nuestros estados de alma y las fases de nuestra vida interior, podríamos multiplicar indefinidamente los pormenores de estos aspectos psicológicos de la devoción a la Santísima Virgen.
Resolviendo una aparente objeción
Sin embargo, alguien podría objetar: de esta manera, ¿no nos arriesgaríamos a quitarle su carácter divino a esa devoción y darle la razón a los protestantes, quienes pretenden que sea un producto de esta tierra y no un don que viene de lo alto? Ocurre exactamente lo contrario, responde M. Neubert.
Tal adaptación de la devoción a María a todas nuestras aspiraciones religiosas constituye ante todo una prueba de su origen divino: toda devoción está hecha para el hombre; cuanto más responde a las necesidades humanas, más posibilidades tiene de ser querida por Dios.
Además, esta objeción sólo puede afectar a aquellos cuya piedad hacia María ha sido siempre superficial. Los que verdaderamente viven esta devoción se dan cuenta que no se puede dar una explicación completa, con un simple análisis psicológico, de los maravillosos efectos que ella produce; lo mismo que no es posible, mediante las leyes de la luz y los colores, expresar el imponderable inefablemente hermoso y celestial que se vislumbra en los ojos de un niño, como tampoco se consigue dilucidar a través de la anatomía o la fisiología el amor que una madre tiene por su hijo.
Algunas veces, en el momento de la puesta del sol, el cielo se cubre de tenues nubes, casi transparentes y bordeadas con una tonalidad rosada, como no se ve en el resto del día. Enseguida, súbitamente, esas nubes se entreabren y nuestra mirada se zambulle maravillada en un mar brillante hecho de oro fundido, de un inigualable esplendor. Esta situación ante el sol explica la belleza de una situación inferior. Lo mismo ocurre con los fenómenos religiosos. El psicólogo sólo puede describir lo que percibe en esa situación inferior, ese aspecto meramente humano; no obstante, existe otra situación, una situación de cara al Sol divino que es la única que puede explicar la belleza de esa situación inferior.
Ningún análisis logra expresar con determinación y por completo las maravillas de la devoción a María. Ni descripción alguna, ni raciocinio consiguen dar una idea adecuada…
(Traducción, con adaptaciones, de L’Ami du Clergé , 1911, pp. 682- 684)
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