Redacción (Miércoles, 27-01-2016, Gaudium Press) Es común que el joven sueñe en tener una «vida buena». No precisa ser deliciosa al pie de la letra, con hamaca, sombra y limonada; basta ser hecha de numerosos momentos agradables para, por ejemplo, leer un buen libro, ver el mar, un bonito paisaje, o conversar con los amigos.
Sin embargo, algunos años bien vividos le enseñarán que la existencia en esta tierra, en contrapartida, está compuesta de varias situaciones desagradables, de infortunios y fracasos; y por más que ella sea repleta de placeres y emociones, nunca será la vida tranquila con la cual soñaba, si no traba una declarada guerra contra sus malas inclinaciones; la vida buena es, antes que nada, la paz de conciencia, la certeza de estar cumpliendo con su finalidad, y esta solo se adquiere a través de una buena vida, esto es, de la constante lucha contra el pecado.
Sobre esta difícil situación en que se encuentra la juventud, a la cual se suman los incontables problemas del mundo moderno, trató con solicitud de pastor en su encíclica «Octogesima Adveniens» el Papa Pablo VI:
¿Cuál será, en este mundo en gestación, el lugar de los jóvenes? Por todas partes el diálogo se presenta difícil entre una juventud portadora de aspiraciones de renovación y, también, de inseguridad en relación al futuro, y las generaciones adultas. ¿Quién no ve que en ese hecho se encierra una fuente de conflictos, de rupturas, de ruptura y de abdicaciones, incluso en el seno de la familia, y una cuestión abierta, por lo que se refiere a las raíces de la autoridad, la educación, la libertad y la transmisión de valores y de convicciones? [i]
Fue pensando en esta dificultad con amplia visión, en la perseverancia particular de cada joven y el futuro de la Iglesia, que el Concilio Vaticano II en la Constitución «Sacrossanctum Concilium» sobre la liturgia, hizo una reforma en el sacramento de la confirmación:
Para hacer resaltar la íntima unión del sacramento de la Confirmación con toda la iniciación cristiana, se revea el rito de este sacramento; por la misma razón, es muy conveniente, antes de recibirlo, hacer la renovación de las promesas del Bautismo. [ii]
En efecto, al instituir la renovación de las promesas bautismales antes del rito de la confirmación, la Iglesia parece visar que el cristiano iniciado no solo se una íntimamente a Cristo y reciba los dones del Espíritu Santo, así como todos los demás efectos de este sacramento, sino que esté dispuesto a defender con toda el alma las verdades de la fe que profesa, y que desea llevar con garbo hasta el fin de sus días. Desea, además de eso, que el futuro soldado de Cristo reavive en sí mismo, y en la sociedad en que va actuar, la distinción entre el bien y el mal, la verdad y el error, tan apagada y olvidada en nuestros días.
Este apostolado, por cierto inspirado por Dios, de acuerdo con el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, «tiene como una de sus misiones más sobresalientes, la de restablecer o reavivar la distinción entre el bien y el mal, la noción del pecado en tesis, del pecado original, y del pecado actual». [iii] Por esto, se concluye que reencender en las personas esta noción es empeñarse en una ardorosa acción evangelizadora y vía de santificación.
La reforma aplicada suple también los modos por los cuales este reavivamiento puede ser hecho, pues la profesión de fe no es nada más que acentuar, delante de los hombres, la existencia de una ley dada por Dios, intrínsecamente buena y conforme al orden del universo, que debe ser obedecida; resaltar que el mal no debe solamente ser evitado sino odiado, visto que después de la muerte está reservado un premio o un castigo para el ser humano, dependiendo de la libre elección que efectúe; y todavía proclamar a la Iglesia como «maestra de la virtud, fuente de la gracia y enemiga irreconciliable del error y el pecado» [iv] tal como afirmó Pablo VI en el discurso de apertura de la segunda sesión del mismo Concilio:
Todos nosotros recordamos las magníficas imágenes con que la Sagrada Escritura nos hace pensar en la naturaleza de la Iglesia, llamada frecuentemente el edificio construido por Cristo, la Casa de Dios, el templo y tabernáculo de Dios, su pueblo, su rebaño, su viña, su campo, su ciudad, la columna de la verdad, y, por último, la Esposa de Cristo, su Cuerpo místico. La misma riqueza de estas imágenes luminosas han hecho desembocar la meditación de la Iglesia en un reconocimiento de sí misma como sociedad histórica, visible y jerárquicamente organizada, pero vivificada místicamente». [v]
En fin, es la poderosa arma de la cual pueden servirse los jóvenes ante las solicitudes del demonio, del mundo y de la carne, a fin de subir con firmeza rumbo a la felicidad eterna en el Cielo.
Por Ítalo Santana
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[i] Paulo VI. Documentos da Igreja: Documentos de Paulo VI. Tradução de Lourenço Costa. São Paulo: Paulus, 1997.
[ii] www. vatican. va. Encíclica Sacrossanctum Concilium. 1963. n. 71.
[iii] Corrêa de Oliveira, Plínio. Revolução e contra-Revolução. 3.ed. São Paulo: 1993. pag 134.
[iv] Cf. Corrêa de Oliveira, Plínio. Revolução e contra-Revolução. 3.ed. São Paulo: 1993. pag 134-136.
[v] Concílio Vaticano II: Constituições, decretos, declarações e documentos pontifícios complementares. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1965. pag 762.
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