Redacción (Jueves, 04-02-2016, Gaudium Press) -Una historia-
Era una fría mañana de otoño.
Rafael llegaba a toda prisa a su humilde casa acompañado del médico.
– Doctor, por aquí. Se está sintiendo muy mal…
El médico se acercó al lecho y vio, encogido y tiritando, al señor Adalberto que ardía de fiebre. Era el leñador más fuerte de la comarca, pero fue atacado por la peste que asolaba la región en aquellos tiempos.
Le examinó, le tomó la temperatura, le puso paños mojados en agua fría en su frente, le recetó algunas medicinas y le dijo al pequeño:
– Rafael, tu padre está muy grave. Necesita una atención especial.
¿Serías capaz de hacerte responsable de la casa durante su enfermedad?
El niño, enderezándose con aires de hombrecito, le respondió:
– ¡Por supuesto, doctor!
El médico le explicó como debería administrarle la medicación y se fue a atender a otros muchos enfermos de los alrededores.
Más tarde llegaba la abuela y Rafael salió corriendo hacia la cocina para hablar con ella:
– Abuelita…, malas noticias. Papá está muy grave. Tiene la peste. Pero vamos a cuidar de él muy bien.
Le explicó a la buena señora lo que el médico le había prescrito y el tipo de alimentación que había que darle.
– El doctor me ha pedido que asuma la casa mientras papá se recupera -decía el muchacho en tono de adulto.
De hecho, después de servirle la sopa a Adalberto y de comprobar que la fiebre había bajado un poco, lo dejó con la abuela y se fue al bosque para cortar la leña que su padre les había prometido a sus clientes.
El invierno estaba próximo y prometía ser muy riguroso ese año.
Cuando terminó de hacer las entregas, entró en la iglesia de la aldea y se arrodilló a los pies de una hermosa imagen de María Auxiliadora, patrona de aquel poblado. Rezó con mucha devoción pidiendo por su padre, pero más que nada por la salud de su alma…
Adalberto era muy honesto, pero no quería saber nada de ir a la iglesia ni de recibir los Sacramentos.
Como muchos hombres de su tiempo, se sentía autosuficiente; decía que creía en Dios, pero que no necesitaba de rezos ni de misas. Rafael tenía la esperanza de que en esos momentos de sufrimiento le tocara una gracia en el corazón y su padre volviese a frecuentar la parroquia, como hacía cuando vivía su madre.
Lleno de confianza y reconfortado, regresó a su casa. Encontró a su padre un poquito mejor y le comentó que había cumplido todos sus compromisos. Se quedó muy satisfecho de su pequeño, que con doce años demostraba ya tener tanta responsabilidad y disciplina.
Atardecía ya y Rafael, desde la ventana de la habitación, se fijó que pasaba por allí el párroco y dijo:
– Papá, estoy viendo al P. Vicente que regresa a la aldea. ¿No quieres darle las «buenas tardes»?
El duro corazón del leñador, al percatarse de las intenciones del niño, ni se movió:
– No, gracias. Yo me las apaño solo.
Rafael no perdía las esperanzas.
Todas las noches rezaba junto con su abuela por la conversión de su padre.
Y un día tras otro, tras cumplir con sus obligaciones, se pasaba por la iglesia, e ingeniaba la manera de llevar al párroco para que charlara con su padre. Pero el leñador permanecía irreducible.
Tras unos días de aparente recuperación, Adalberto empeoró. Durante la noche llamó a su hijo con la voz muy débil:
– Rafael, Rafael… ¡me siento muy mal! Ya es noche cerrada… creo que no vas a tener valor…
El niño se levantó rápidamente y acercándose a su padre le dijo:
– Sí que lo tengo, papá. ¡Voy corriendo en busca del médico!
Pero, para su sorpresa, el leñador le respondió:
– No Rafael, no es al doctor al que quiero. Siento que mis días están llegando a su fin… ¡Llama al P. Vicente!
El joven tuvo que contenerse las lágrimas de la emoción y le respondió:
– Claro que sí, papá. Enseguida estoy de vuelta con él.
Caía una fina lluvia. Rafael cogió un farol de mano para iluminarse por los oscuros caminos de la aldea; se abrigó bien y, tras darle la buena noticia a su abuela, salió corriendo hacia la iglesia. El buen párroco se despertó asustado con los fuertes golpes que oía en la puerta, pero cuando supo de qué se trataba, se vistió rápidamente y se dirigió sin demora a la casa del leñador enfermo.
Aunque se sentía muy débil, Adalberto pudo arrodillarse ante una pequeña imagen de la Virgen y enseguida empezó a confesar sus pecados.
Mientras tanto, del lado de afuera, Rafael y su abuela rezaban por él.
Después de haber recibido su última absolución, el leñador llamó al niño y le dijo con la voz embargada:
– Hijo mío, no te imaginas como siento mi alma en paz, rehecha por el perdón de Dios. Sé que me encontraré con Él muy pronto. A pesar de la tristeza de dejaros, siento una alegría inmensa. He respetado siempre a los sacerdotes: ¡son los médicos más eficaces! Con sus palabras las heridas más profundas se cicatrizan y los pecados más grandes son perdonados.
Reza, hijo mío, para que los enfermos tengan siempre en su última hora la gracia de ser asistidos por un sacerdote que los bendiga…
El pequeño, de rodillas en la cabecera de la cama, junto a su padre, sintió en el fondo de su alma la grandeza del Sacramento de la Reconciliación y el poder inmenso que Dios ha puesto en las manos de sus ministros.
Y sintiéndose arrebatado por la fuerza de la vocación, afirmó decididamente:
– Papá, pues aquí tienes a un futuro cura que también podrá perdonar.
Te prometo que seré sacerdote.
En ese momento Adalberto hizo una gran señal de la cruz y, entregando su alma a Dios, alcanzó contemplar aún, en una visión, a su hijo revestido del alba y la estola, con la mano levantada como si le estuviese dando la absolución.
Ayudado por su abuela y el P. Vicente, Rafael entró en el seminario y tras largos estudios y mucha oración, fue ordenado sacerdote y pudo, él también, devolverle la paz a muchas almas. Aquella escena nunca salió de sus recuerdos, pues la gracia de su vocación la debía a la última absolución de su padre.
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