Redacción (Jueves, 12-02-2016, Gaudium Press) ¿Quién, teniendo la oportunidad de ir a lugares desiertos, desprovistos de iluminación eléctrica, no habrá apreciado el maravilloso espectáculo de las estrellas cintilando al atardecer? Apenas se oculta el Sol en el horizonte, el cielo comienza a revestirse de astros coruscantes, con tamaño, intensidad y matices de colores diferentes, bellamente conjugados según la magnífica armonía celeste.
Mucho más digno de admiración es, sin embargo, el vastísimo firmamento de la Iglesia triunfante. En él encontramos la luz clara y fuerte de los Patriarcas y Profetas, el áureo fulgor de los Apóstoles, el delicado esplendor de las Vírgenes, el rubro relucir de los Mártires, el destello de los Doctores y el brillo incomparable de una multitud incontable de Santos a resplandecer como soles por toda la eternidad.
Entretanto, esta magnífica sinfonía no estaría completa sin la discreta luminosidad de las almas penitentes, como Santa Margarita de Cortona.
Dramática pérdida de la madre en plena infancia
En la segunda mitad del siglo XIII, vivía en Laviano, pequeña aldea de la Italia central, la piadosa y modesta familia que, en 1247, vio nacer a Margarita. Llevada a la pía bautismal bien rápido, la niña luego aprendió a pronunciar los santos nombres de Jesús y María, y a los pies de un Crucifijo repetía esta simple oración aprendida de los labios maternos: «Señor Jesús, os ruego por la salvación de todos aquellos por quien deseáis ser rogado».
Los días de alegría primaveral, todavía, fueron breves. La muerte de la madre, teniendo ella apenas siete años de edad, la marcó profundamente.
Dos años después, el padre contrajo segundas nupcias con una mujer de temperamento ácido y colérico, que nutrió desde el comienzo una verdadera antipatía por la niña.
Tan significativa pérdida, en plena infancia, y la aversión manifestada por la madrastra dejaron a Margarita muy vulnerable a los ataques del enemigo del género humano. Transformada en una joven de belleza singular, a la cual se sumaban los encantos de una personalidad viva y graciosa, comenzó ella a buscar en peligrosas diversiones la felicidad que le faltaba en el hogar.
Nueve años de vida licenciosa
Cierto día, paseando ociosamente por los alrededores de su casa, se deparó con el marqués del Monte, señor de Valiano y de la villa de Palazzi, en Montepulciano, el cual, deslumbrado por su belleza, la incitó a acompañarlo, ofreciéndole una vida llena de deleites, con la promesa de un casamiento nunca realizado… Semejante oferta sedujo aquella pobre aldeana de 17 años, que lo siguió sin reflexionar. ¡Al final, la vida parecía sonreírle! En Montepulciano recibiría honras y placeres, y podría olvidarse de las amarguras de la casa paterna.
¡Cuánto estaba equivocada! Durante los nueve años de vida licenciosa pasados junto a aquel hidalgo, su corazón no dejaba de censurarla… Encontrar un lirio blanco en el campo o contemplar un niño inocente en los brazos de la madre bastaba para clavarle la consciencia… En medio de las pompas y los adornos, sentía el alma sucia.
Para calmar los remordimientos, daba limosnas con generosidad. Y cuando los pobres le venían a agradecer su ofrenda, decía:
«Una pecadora como yo no merece esas manifestaciones de respeto».2 Años más tarde, Margarita así se refería a esta etapa de su vida: «En Montepulciano perdí la honra, la dignidad, la paz, perdí todo, menos la fe».3 Y a partir de la fe, todo es pasible de restauración.
Numerosas veces ella sintió en el alma la moción de la gracia, invitándola a abandonar el pecado. Pero su adhesión de voluntad a esos impulsos no era suficiente para llevarla a emprender el camino de vuelta. Le parecía más fácil postergar la decisión, con el pretexto de encontrarse en la flor de la juventud…
En un instante percibió la fugacidad de la vida
Un día, estando en Palazzi, Margarita permaneció en casa, mientras su desdichado compañero salía para resolver una cuestión con unos propietarios vecinos, llevando el elegante galgo que nunca lo abandonaba. Las horas se pasaron y el infeliz no volvía.
Transcurridos dos días, apareció el fiel animal. Aullaba desesperadamente, lamía la mano de su dueña y buscaba arrastrarla por el vestido, como si dijese: «Ven conmigo».
Con un mal presentimiento, Margarita lo siguió por el bosque de Petrignano. Al llegar debajo de un roble, el can se detuvo, ladrando lúgubremente. Había allí unas ramas arrancadas y amontonadas en desaliño. Alejándolas, encontró el cadáver del marqués con heridas horribles, ya en putrefacción. De cierto fuera asaltado y apuñalado.
¿Cuál habrá sido la impresión de la joven, al ver tan espantoso espectáculo? En un primer impulso, censuró la maldad de los asesinos, pero en seguida se le figuró en la mente la escena del supremo tribunal divino, en el cual la misericordia no siempre consigue triunfar de la justicia…
En un instante percibió la fugacidad de la vida: ¡juventud, placeres y belleza desaparecen como el viento! El recuerdo de la infancia le vino al espíritu, cargado del dulce aroma de la fe y la alegría brindada por la inocencia. Ante la gravedad de aquel hecho, el cambio de vida se presentó no más como una alabable alternativa, sino como una exigencia a ser atendida de inmediato.
Por la Hna. Ana Lucía Castañeda Ocano, EP
Deje su Comentario